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sábado, 5 de diciembre de 2015

¡Ay Dios, qué tribu!



En los días en que la tribu andaba revuelta, cuando las disensiones generalizadas daban paso a irresolubles discusiones e incluso a reyertas, el jefe de la tribu se acercaba al borde del acantilado, se acomodaba en el suelo, y meditaba contemplando las águilas surcando el cielo, oyendo el canto del agua en su discurrir sobre las rocas, el susurro del viento entre los árboles, y pensaba: "¿Qué nos estamos haciendo?".
En estos días en que todas las relaciones entre las facciones humanas parecen estar tensándose cada vez más, recuerdo los tiempos en que yo, que me considero humanista, pacífico, pacifista, feminista y, en general, tan abierto a la diversidad como mis viejas costuras sociales me permiten, recuerdo que no siempre fui así, para nada.
De niño, de muy niño, soñaba con ser astronauta, pero ese ideal estalló no sé cómo, cual burbuja de jabón, sin dejar rastro. Más leve aún fue mi sueño con el fútbol, sobre todo cuando el realismo de mi historial deportivo mostró cruelmente un único gol, y en propia puerta. Pero en la época de "Curro Jiménez", "Starsky & Hutch", "Los Ángeles de Charlie", "Los Hombres de Harrelson", "Colombo" y tantas otras series de violencia, ya desatada, ya contenida, lo que sí soñaba era con pertenecer a algún grupo similar, o incluso con protagonizar alguna hazaña bélica o en el salvaje oeste.
Mi yo pacífico surgió en mi adolescencia, cuando me di cuenta de que no deseaba terminar nunca una pelea si era yo quien salía perdiendo, y que eso me avocaba al sinsentido y a la injusticia. Mi pacifismo nació entonces como una consecuencia lógica de ese razonamiento, extendiendo a los pueblos la justicia, nobleza y honestidad que deseaba para las personas.
No obstante, aun sin saberlo, todavía seguía siendo profundamente machista. Incluso después de años de convivencia con mujeres a igual y distinto nivel, mi falta de visión se prolongó durante el tiempo suficiente y con la intensidad necesaria para que algunos rasgos de maltratador comenzaran a brotar en mi comportamiento.
Cuando alguna amiga valiente y sincera, junto a mi familia, me echaron en cara mi conducta fue cuando mis ojos se abrieron y empecé a ubicarme por fin dentro de la sociedad, y esa reflexión me llevó, como al jefe de la tribu, a cuestionarme nuestro lugar en el planeta y, por extensión, en el universo.
Así, ningún musulmán debería ofenderse si comento que, a mi entender, Mahoma fue probablemente un hombre que comprendió la maravilla del mensaje pacifista de aquel Jesús hebreo, que fue recogido con una discutible fidelidad por los primeros evangelistas cristianos, pero cuyas enseñanzas sufrieron modificaciones diversas por parte del yerno de Mahoma, Utman (Othmán ibn Affan, tercer califa ortodoxo del Islam, que estaba casado con la cristiana Naila). Como tampoco debería ofenderse ningún cristiano ni ningún católico por mis afirmaciones si además añado que la verdad sobre aquel hombre (Jesús) fue profundamente tergiversada por el desconocimiento en el mejor de los casos, y por las más retorcidas intenciones en el peor (tergiversación que alcanza sus mayores cotas en el resto de los personajes de su vida, y muy especialmente, en el santoral). Y de manera similar ningún hebreo, judío, o como se quieran hacer llamar, podría molestarse al reconocer que el judaísmo desde el inicio fue una mera recopilación de mitos y leyendas más antiguos pertenecientes a otros pueblos, incluyendo el helenismo de la época de Jesús.
De los animales debería distinguirnos nuestra capacidad para, pese a poner sobre todas las cosas las libertades y los derechos individuales, ser capaces de ponernos de acuerdo en que todos esos derechos y libertades sólo pueden alcanzarse si ponemos como el primero de nuestros deberes individuales el bienestar ajeno y, por ende, el bien común. Por eso creo que en un mundo globalizado, siendo en realidad globales los problemas, y siendo además comunes los deseos básicos de todo individuo, en estos tiempos en que todo parece tensarse mientras vemos cómo los recursos del planeta se agotan y nuestra propia basura espacial puede llover sobre nuestras cabezas (cumpliendo así el ancestral temor galo), deberíamos imitar al jefe de la tribu y sentarnos juntos, todos los individuos, de cualquier condición, de cualquier religión, para reflexionar, seria y profundamente, quiénes somos realmente en el universo, y qué le estamos haciendo al planeta y, por extensión, a nosotros mismos.
Sinelo

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