Como técnico químico, según reza en mi viejo título de la antigua
formación profesional de segundo grado, me maravilla la manera en
que las partículas subatómicas interactúan para formar sustancias
diferentes. De una forma similar, no deja de sorprenderme cada nueva
revelación acerca de cómo una serie de sustancias inertes
interactuaron para dar lugar a un individuo que adquirió la
capacidad de hacer duplicados de sí mismo, para, con el tiempo,
hacerse cada vez más complejo y transformarse en un ser que se
nutría (alimentación y respiración) de las sustancias químicas de
su entorno. Una vez transcurridos cientos de millones de años, la
variedad de formas de vida que pueblan o han poblado este planeta es
fascinante e inimaginable, pero esto último no en tan colosal grado
como la cantidad de individuos que aquellas antiguas sustancias
inertes han llegado a generar.
La interrelación de unos individuos con otros y con su entorno, eso
denominado hábitat, es también diverso y cambiante, y la red de
hábitats que se ha creado en la Tierra es de tal extensión y
complejidad que se relacionan entre sí algunos de ellos, y su vez
todo el conjunto, hábitats, especies e individuos, se relacionan con
el planeta como si éste fuese otro ser vivo más que permitiera
desarrollarse vida ajena en su seno. Es más, mientras que el centro
del planeta sigue siendo una gran bola de rocas incandescentes, la
corteza se ha convertido en una suerte de macroecosistema que
interactúa con todos los seres vivos, influyendo sobre ellos pero
también sufriendo cambios a causa de ellos, especialmente en sus
capas más sensibles, como son la atmósfera y la hidrosfera.
Las tribus que consideramos primitivas, tanto aquellas que
sobrevivían en América como en el África más inexplorada y en
Oceanía antes del mal llamado Descubrimiento, solían considerarse
parte de la naturaleza, lo cual es completamente cierto a todos los
efectos, por más moderna y tecnológica que sea la transformación
que hemos perpetrado en nuestro entorno. Ese punto de vista les
llevaba a sentir tal respeto por los elementos naturales, esto es,
agua, plantas, animales, e incluso la propia tierra, por no hablar de
los astros, que algunos de ellos cuando cazaban daban las gracias o
pedían perdón al animal cazado. Pero la consecuencia más
trascendental de todo esto era que cada miembro de la tribu, cada
individuo, aun viviendo al día, viviendo el presente, concebía que
la solución a cada problema debía ser generosa, para satisfacer a
todos los miembros de la tribu, y prudente, para no agravar el
problema en el futuro ni crear problemas nuevos.
A partir de los siglos de la mecanización y la industrialización,
esto es, del siglo XVII en adelante, con mayor énfasis a partir del
XIX, y de manera más extrema y acelerada, del siglo XX, la capacidad
del ser humano de influir en los hábitats en los que interviene, de
modificarlos y, consciente o inconscientemente, de destruirlos, ha
puesto sobre la mesa la necesidad de implementar medidas que permitan
compaginar el, al parecer, imparable crecimiento de la población
humana, y la gestión, esto es, explotación y distribución, de los
recursos naturales.
La naturaleza, que cuenta con lo que podríamos llamar “mecanismos
de control de plagas”, conforme la población ha ido en aumento ha
puesto en marcha esos mecanismos para contener la proliferación de
seres humanos, una especie con una capacidad creciente e
incontrolable para modificar su entorno.
Como consecuencia de la complejidad de nuestras sociedades, la cual
se debe sobre todo a la acumulación de personas en un mismo
asentamiento, los individuos fueron delegando decisiones y, por
tanto, una parte de sus responsabilidades respecto al cuidado de la
tierra, en unos pocos dirigentes que accedían al puesto por los más
diversos medios y con los más variados objetivos. Esa pérdida de
contacto con las decisiones relativas al medio ambiente nos ha ido
generando una creciente dependencia respecto de aquellas otras
personas a las que pedimos que decidan por nosotros, nos ha ido, en
cierto modo, infantilizando.
La confluencia de uno de aquellos mecanismos antiplagas y de esa
infantilización del individuo, junto al rechazo a realidades duras,
como la explotación masiva de ciertas especies animales, e
inhumanas, como las guerras o la avaricia y egoísmo de muchas
personas, pudo dar lugar a un amor exacerbado por los animales
domésticos, que pronto se extendió al resto de animales. Ello dio
origen a una nueva forma de vegetarianismo; ésta es una corriente
que ha existido en diversas épocas y lugares, pero nunca con tan
agresiva vehemencia, y que obvia que las plantas también son seres
vivos y pueden sufrir el estrés causado por la explotación masiva
aunque no lo muestren de forma tan obvia como los animales. Además
el consumo exclusivo de vegetales se ha diversificado, generando sus
diversas variantes. Finalmente, toda esta defensa de las demás
especies animales ha dado lugar incluso a una defensa de los mismos
cuya expresión más radical es el antiespecismo.
«El especismo», término nacido en 1970, «es la discriminación
contra quienes no están clasificados como pertenecientes a una o más
especies determinadas» (Wikipedia).
Así pues, los antiespecistas defienden la libertad y derechos plenos
para todas las especies animales, lo cual choca frontalmente con las
necesidades alimentarias y medicinales de la creciente población
humana. ¿O están sugiriendo acaso que la población humana vuelva a
reducirse, digamos, hasta los dos mil millones de habitantes? Porque
en ese caso también habrían de explicar qué método se elegiría
para exterminar a países enteros, así como de qué manera se
elegiría a qué individuos exterminar. Pero incluso en el caso de
que eso pudiera llevarse a cabo no cuentan con las catastróficas
consecuencias de semejante acción: los puestos de trabajo sin
cubrir, lo cual dejaría desatendidas grandes instalaciones
industriales, agrícolas, ganaderas y mineras; las plagas derivadas
de la acumulación de cadáveres humanos en descomposición; el
incontrolado aumento de determinadas especies carroñeras, a las que
se unirían jaurías de perros asilvestrados, que en poco tiempo
recuperarían los instintos de sus antepasados lobos, unidos a sus
conocimientos sobre nuestras costumbres y debilidades...
A mi entender se trata de un planteamiento, por tanto, que por una
parte resulta infantil, al no explicar cómo se afrontarían entonces
nuestras necesidades alimentarias, así como de productos medicinales
(podríamos prescindir en todo caso de los cosméticos); y lo que es
más, demuestran aún más infantilismo al no pensar en las
consecuencias de liberar a los miles (quizá millones) de ejemplares
que están encerrados en granjas, laboratorios, zoológicos,
acuarios, etc., muchos de los cuales serían ya incapaces de vivir en
libertad, con lo que algunas de esas especies llegarían sin duda a
extinguirse. Por otra parte, tampoco nos explican qué solución se
habría de aplicar a las plagas de roedores, aves o insectos que
destrozan los cultivos e invaden incluso algunos hogares; o cómo
afrontar la modificación de los ecosistemas autóctonos a causa de
las llamadas “especies invasoras”.
Es cierto que el ser humano tiene la obligación de volver a aprender
lo que significa la convivencia con la naturaleza; es cierto que, a
causa de la dependencia que tenemos de ella, al formar parte de la
misma, hemos de pensar métodos que nos permitan crear comunidades en
las que la vida nos resulte cada vez más fácil, y que esos
beneficios alcancen al conjunto de la población humana. Incluso a
los animales de compañía, si se quiere. Pero no podemos perder de
vista en ningún momento que el hambre de un individuo digno de
formar parte de una comunidad humana, y he aquí un matiz importante
sobre el que invito a reflexionar, es más importante que el
bienestar de un animal de otra especie, siempre y cuando ambas
cuestiones sean incompatibles y haya, por tanto, que optar por una de
ellas.
Éstas y otras reflexiones son las que pretendo suscitar en mi libro
“El Dilema de la Edad”, cuyo título, por engañoso, es un
homenaje a la boa que se ha tragado un elefante, el dibujo número 1
que trazó el Principito. Es descargable gratuitamente desde varias
direcciones:
Mientras todos y cada uno de los individuos no recuperemos la
capacidad de analizar los problemas de manera global y duradera, esto
es, buscando soluciones que satisfagan a todos en la medida de lo
posible y que no sean la causa, antes o después, de otros problemas,
mientras sigamos dependiendo de las decisiones de unos pocos
individuos para gestionar los recursos, tanto los naturales como los
que se deben a la acción del ser humano, como la salud, el empleo,
la formación, o la distribución de los suministros (alimentos,
energía, etc.) seguiremos devastando y envenenando el planeta y, por
ende, a nosotros mismos, hasta nuestra destrucción final.
Juan
“Sinelo”