El conocimiento humano se ha
diversificado desde tiempos muy remotos entre quienes eran buenxs
contando historias, quienes hallaban regocijo entre el álgebra y la
geometría, o aquellxs otrxs cuyo talento se expresaba, bien creando
siluetas sobre una superficie plana, o bien creando formas sobre la
superficie tridimensional del espacio.
Siendo un completo negado para
las artes figurativas, mis comienzos escolares resultaron igualmente
desastrosos en las dos grandes áreas del conocimiento empírico: por
alguna razón no era capaz de entender para qué servían todos
aquellos signos que, convenientemente trazados, representaban sonidos
o cantidades; era para mí un misterio por qué tenía que ceñirme a
un modelo muy concreto de cada uno de ellos, y por qué sólo se
podían dar algunas combinaciones de ellos y no otras. Más tarde, en
mis estudios, especialmente en los de la lengua inglesa, aún
agobiaría a lxs profesorxs con mi obsesión por rastrear los límites
de la expresión válida e inteligible por más que mis usos y
maneras fuesen poco ortodoxxs.
Tardé medio curso
aproximadamente en comprender los mecanismos de la transcripción de
frases y de las operaciones aritméticas más simples, si bien he de
decir en mi favor que una vez asimilados adelanté fácilmente a casi
todos mis compañeros de clase (y aquí uso sólo el masculino porque
en aquel tiempo mi colegio era exclusivamente para niños).
No obstante mi éxito
académico, tras ver recompensado mi esfuerzo con un premio y un
público reconocimiento en tercero, se vio truncado en quinto a causa
de un par de profesores excesivamente exigentes e inflexibles, y uno
de ellos incluso de comportamiento tan brutal que hoy día habría
sido inhabilitado de por vida y probablemente hasta encarcelado.
Tengo que admitir que en mi
caso el maltrato físico no pasó de una buena dosis de “vitamina
de madera” administrada con la correspondiente palmeta o regla;
pero ver cómo el compañero sentado ante mí era alzado por tracción
usando el único enganche de su patilla, los poderosos caponazos
dados con el puño en el cogote de otros, y muy especialmente
aquellos testarazos contra la pizarra que, en un caso, hicieron
retumbar la pared siniestramente, eran intimidación más que
suficiente para sentir una insoportable presión cada vez que nos
ponía en fila ante la pizarra para preguntarnos sobre cualquiera de
los temas que debíamos haber memorizado para ese día.
Por aquel entonces los libros
de texto no eran para nada como los de ahora: los temas podían
ocupar cuatro páginas densas de texto, casi sin ilustraciones. Es
cierto que no había tantas asignaturas como hoy día, pero nos
sobraba con un tema de lengua, naturales, sociales, matemáticas y
religión (esta última con cambio de tema semanalmente), junto a los
pertinentes ejercicios escritos, los dictados, y los frecuentes
castigos de escribir cien, doscientas, o hasta quinientas veces una
frase muy concreta, claramente legible, a bolígrafo y sin tachones
ni enmendados, lo que significaba que un único error al final de una
hoja te obligaba a repetir la hora entera ¡Pocas tardes he pasado
enfrascado en toda aquella tarea mientras mi hermano se bajaba a la
calle a jugar!
El caso es que el trauma de
aquel infame curso no se me curó correctamente con el bálsamo del
segundo ciclo de E.G.B., el comprendido entre sexto y octavo, y como
estudiante quedé torcido ya para siempre. De modo que, terminada la
Educación General Básica, llegó la hora de elegir entre carrera
(bachillerato y Curso de Orientación Universitaria) o profesión
(Formación Profesional). Tanto económica como académicamente en
casa a todxs nos pareció más asequible lo segundo, y dada la poca
oferta elegible por entonces (por diversas circunstancias), me enrolé
en el curso más peculiar que vieron los tiempos para aprender
química junto a otrxs nueve estudiantes que, transcurridos unos
meses se redujeron a ocho y, desafiando el proceso normal de criba
anual en los cursos, se mantuvo prácticamente hasta el fin de curso
del último año. Mi felicidad en el laboratorio era tal que
realmente llegué a pensar que allí estaba mi futuro y desde
entonces me identifiqué a mí mismo como integrado plenamente en el
mundo científico.
Sin embargo un día apareció
la informática en mi vida, allá por 1988, y eso lo cambió todo.
Resulta curioso que, teniendo una base completamente científica, y
tras haber tenido máquina de escribir durante varios años, fuera un
ordenador el que derivase mis intereses hacia el mundo de las letras.
Pero así fue como ocurrió. Años más tarde éste recibiría un
inesperado refuerzo con el refuerzo de mis conocimientos de inglés
en la Escuela Oficial de Idiomas, y poco a poco me fui quedando
maravillosamente atrapado en el mundo literario, si bien todavía
guardo una buena base de amor por la ciencia y aún recuerdo algunas
de las lecciones que aprendí en el laboratorio, lecciones que,
curiosamente, me servirían hace varios años para desenvolverme con
soltura en la cocina durante un curso de Formación Profesional
Ocupacional sobre esta materia.
Mi liviana vena artística, en
diversos campos, ha ido creciendo entre todo este batiburrillo de
aprendizajes como un moho que apenas se hace notar, pero variopinto y
con personalidad.
El caso es que toda esa mezcla
me sirve, aparte de para recibir ocasionalmente algún halago
(literariamente, en una alusión tan sorprendente como discutible se
me ha comparado con Wilde, y algún amigo me califica de humanista)
para hacer valoraciones que suelen pasar desapercibidas a la mayoría
de la gente. Así, aparecen como chispas en la noche, de vez en
cuando, noticias en los medios de comunicación que nos resultan
difíciles de entender y más aún de asimilar hasta el punto de no
ser aptxs para vislumbrar su trascendencia en la investigación
científica. Ahora por ejemplo llena los medios la confirmación de
la existencia de las ondas gravitacionales que auguró Einstein.
Generalmente lxs escasxs casos
de personas con la capacidad de desenvolverse con igual soltura en
cualquiera de las tres grandes áreas citadas antes se corresponden
con aquellos individuos a quienes se reconoce el don de la
genialidad. Como he desgranado superficialmente en mi historial
académico, aunque entiendo la explicación que algún dotado
científico ha publicado en Internet, y pese a contarme entre la rara
categoría de lxs aficionadxs a los documentales, me siento
absolutamente incapaz de imaginar el alcance de semejante
descubrimiento (por más dotado que esté de imaginación), y supongo
que lxs periodistas que con tanta ilusión lo divulgan se hallan tan
desorientadxs como yo. No obstante, desde mi ignorancia brindo por el
éxito de los equipos científicos a los que les debemos este avance,
y me congratulo de vivir en una época que, para bien o para mal, ha
de marcar tan profundamente el modo de vida de lxs humanxs del
futuro.
Sinelo