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viernes, 12 de febrero de 2016

¿De letras, o de ciencias?


El conocimiento humano se ha diversificado desde tiempos muy remotos entre quienes eran buenxs contando historias, quienes hallaban regocijo entre el álgebra y la geometría, o aquellxs otrxs cuyo talento se expresaba, bien creando siluetas sobre una superficie plana, o bien creando formas sobre la superficie tridimensional del espacio.
Siendo un completo negado para las artes figurativas, mis comienzos escolares resultaron igualmente desastrosos en las dos grandes áreas del conocimiento empírico: por alguna razón no era capaz de entender para qué servían todos aquellos signos que, convenientemente trazados, representaban sonidos o cantidades; era para mí un misterio por qué tenía que ceñirme a un modelo muy concreto de cada uno de ellos, y por qué sólo se podían dar algunas combinaciones de ellos y no otras. Más tarde, en mis estudios, especialmente en los de la lengua inglesa, aún agobiaría a lxs profesorxs con mi obsesión por rastrear los límites de la expresión válida e inteligible por más que mis usos y maneras fuesen poco ortodoxxs.
Tardé medio curso aproximadamente en comprender los mecanismos de la transcripción de frases y de las operaciones aritméticas más simples, si bien he de decir en mi favor que una vez asimilados adelanté fácilmente a casi todos mis compañeros de clase (y aquí uso sólo el masculino porque en aquel tiempo mi colegio era exclusivamente para niños).
No obstante mi éxito académico, tras ver recompensado mi esfuerzo con un premio y un público reconocimiento en tercero, se vio truncado en quinto a causa de un par de profesores excesivamente exigentes e inflexibles, y uno de ellos incluso de comportamiento tan brutal que hoy día habría sido inhabilitado de por vida y probablemente hasta encarcelado.
Tengo que admitir que en mi caso el maltrato físico no pasó de una buena dosis de “vitamina de madera” administrada con la correspondiente palmeta o regla; pero ver cómo el compañero sentado ante mí era alzado por tracción usando el único enganche de su patilla, los poderosos caponazos dados con el puño en el cogote de otros, y muy especialmente aquellos testarazos contra la pizarra que, en un caso, hicieron retumbar la pared siniestramente, eran intimidación más que suficiente para sentir una insoportable presión cada vez que nos ponía en fila ante la pizarra para preguntarnos sobre cualquiera de los temas que debíamos haber memorizado para ese día.
Por aquel entonces los libros de texto no eran para nada como los de ahora: los temas podían ocupar cuatro páginas densas de texto, casi sin ilustraciones. Es cierto que no había tantas asignaturas como hoy día, pero nos sobraba con un tema de lengua, naturales, sociales, matemáticas y religión (esta última con cambio de tema semanalmente), junto a los pertinentes ejercicios escritos, los dictados, y los frecuentes castigos de escribir cien, doscientas, o hasta quinientas veces una frase muy concreta, claramente legible, a bolígrafo y sin tachones ni enmendados, lo que significaba que un único error al final de una hoja te obligaba a repetir la hora entera ¡Pocas tardes he pasado enfrascado en toda aquella tarea mientras mi hermano se bajaba a la calle a jugar!
El caso es que el trauma de aquel infame curso no se me curó correctamente con el bálsamo del segundo ciclo de E.G.B., el comprendido entre sexto y octavo, y como estudiante quedé torcido ya para siempre. De modo que, terminada la Educación General Básica, llegó la hora de elegir entre carrera (bachillerato y Curso de Orientación Universitaria) o profesión (Formación Profesional). Tanto económica como académicamente en casa a todxs nos pareció más asequible lo segundo, y dada la poca oferta elegible por entonces (por diversas circunstancias), me enrolé en el curso más peculiar que vieron los tiempos para aprender química junto a otrxs nueve estudiantes que, transcurridos unos meses se redujeron a ocho y, desafiando el proceso normal de criba anual en los cursos, se mantuvo prácticamente hasta el fin de curso del último año. Mi felicidad en el laboratorio era tal que realmente llegué a pensar que allí estaba mi futuro y desde entonces me identifiqué a mí mismo como integrado plenamente en el mundo científico.
Sin embargo un día apareció la informática en mi vida, allá por 1988, y eso lo cambió todo. Resulta curioso que, teniendo una base completamente científica, y tras haber tenido máquina de escribir durante varios años, fuera un ordenador el que derivase mis intereses hacia el mundo de las letras. Pero así fue como ocurrió. Años más tarde éste recibiría un inesperado refuerzo con el refuerzo de mis conocimientos de inglés en la Escuela Oficial de Idiomas, y poco a poco me fui quedando maravillosamente atrapado en el mundo literario, si bien todavía guardo una buena base de amor por la ciencia y aún recuerdo algunas de las lecciones que aprendí en el laboratorio, lecciones que, curiosamente, me servirían hace varios años para desenvolverme con soltura en la cocina durante un curso de Formación Profesional Ocupacional sobre esta materia.
Mi liviana vena artística, en diversos campos, ha ido creciendo entre todo este batiburrillo de aprendizajes como un moho que apenas se hace notar, pero variopinto y con personalidad.
El caso es que toda esa mezcla me sirve, aparte de para recibir ocasionalmente algún halago (literariamente, en una alusión tan sorprendente como discutible se me ha comparado con Wilde, y algún amigo me califica de humanista) para hacer valoraciones que suelen pasar desapercibidas a la mayoría de la gente. Así, aparecen como chispas en la noche, de vez en cuando, noticias en los medios de comunicación que nos resultan difíciles de entender y más aún de asimilar hasta el punto de no ser aptxs para vislumbrar su trascendencia en la investigación científica. Ahora por ejemplo llena los medios la confirmación de la existencia de las ondas gravitacionales que auguró Einstein.
Generalmente lxs escasxs casos de personas con la capacidad de desenvolverse con igual soltura en cualquiera de las tres grandes áreas citadas antes se corresponden con aquellos individuos a quienes se reconoce el don de la genialidad. Como he desgranado superficialmente en mi historial académico, aunque entiendo la explicación que algún dotado científico ha publicado en Internet, y pese a contarme entre la rara categoría de lxs aficionadxs a los documentales, me siento absolutamente incapaz de imaginar el alcance de semejante descubrimiento (por más dotado que esté de imaginación), y supongo que lxs periodistas que con tanta ilusión lo divulgan se hallan tan desorientadxs como yo. No obstante, desde mi ignorancia brindo por el éxito de los equipos científicos a los que les debemos este avance, y me congratulo de vivir en una época que, para bien o para mal, ha de marcar tan profundamente el modo de vida de lxs humanxs del futuro.
Sinelo