Votar no es como asesinar a
alguien. Esto último supone no sólo la mayor agresión que se puede
cometer contra la vida de un individuo, sino contra todas las
personas que le aman, quieren o aprecian, y contra todas las personas
que podrían beneficiarse de alguna acción futura, principalmente,
la de tener descendencia. Incluso si el crimen no se comete en
persona, sino por delegación, el acto implica una profunda bajeza
ética, o moral para quienes opten por introducir el factor religioso
en la ecuación.
Votar, en cambio, es un acto
positivo. Imaginad que una persona contrata a un equipo de cinco
personal shoppers para que le hagan una compra determinada; a
tres de esas personas las elige por tener gustos similares a los
suyos, y a las otras dos, simplemente, por tener buen gusto. Si de
los tres primeros, a la excursión de compras sólo se presenta uno,
hay bastantes probabilidades de que la compra, aun siendo de buen
gusto, no coincida con los gustos personales de su cliente. Y la
culpa no será de quienes cumplieron con su obligación de hacer una
elección, sino de quienes eludieron esa responsabilidad.
La conclusión es obvia:
cualquiera que sea el gobierno que salga de estas últimas
elecciones, la responsabilidad recaerá, no en quienes ejercieron su
derecho al voto, cumpliendo así con su obligación democrática de
participar en la elección de sus representantes políticos, sino en
quienes decidieron eludir esa responsabilidad.
Lo mismo ha ocurrido con el
referéndum sobre el Brexit. La gente culpa a los mayores de
65 años, señalándoles por haber sido mayoritario su voto,
olvidando que hubo una gran bolsa de abstención entre los jóvenes
que, según las estadísticas, habrían optado por la permanencia en
la Unión Europea. No obstante soy de la opinión de que, si la UE
sobrevive al TTIP a pesar del debilitamiento que supone la nueva
posición de Gran Bretaña, saldrá reforzada y más cohesionada.
Se puede no estar de acuerdo
con el sistema electoral, con la ley electoral, o incluso con la
forma de gobierno o de estado, pero en una democracia, admitámoslo,
la única manera lícita de introducir cambios consiste en participar
en la vida política del país, si no activamente, sí al menos
votando conforme a la conciencia de cada uno. Cualquier otra cosa
lleva a la indolencia o a la revolución. No hay otro camino.
La ley electoral, siendo muy injusta, no tiene toda la culpa del actual reparto de escaños (fuente: ElDiario.es)
De modo que, recuerda, votar
no es como asesinar a alguien, pero no votar sí que es asesinar, no
ya a la democracia, sino a cualquier esperanza de cambio legítimo.
Sinelo