Hace pocos días tuve una
breve y leve discusión con un par de tuiterxs acerca de la
conveniencia de introducir cambios de forma voluntaria, consciente y
premeditada en nuestra manera de escribir. En concreto la cuestión
surgió a raíz de mi uso de la “x” como sustituto de la “@”
y el de ésta a su vez para reemplazar a las aes, oes, o es, como
vocales identificativas de género en algunas palabras; pero voy a
omitir una disertación sobre mis motivos para tal uso, porque no es
la razón de este artículo.
Lo importante estriba en ser
conscientes de que todo evoluciona de manera “natural” o, en el
caso de los elementos culturales, sociales, tecnológicos y
científicos, de forma generalmente no planificada de manera global
ni a muy largo plazo. Curiosamente, dado que nuestra existencia
aparente se circunscribe a un periodo de tiempo al que llamamos
“vida”, hemos adoptado el mismo término para referirnos a
cualquier cosa: una empresa, una estrella, una galaxia, y hasta un
agujero negro.
En realidad, siguiendo el
principio de conservación de la energía, según el cual la energía
no se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma (y hay
teorías que indican que la materia no es sino una forma de energía),
deberíamos hablar más apropiadamente de existencia, y no de vida.
Aplicado a la materia, sabemos que en las estrellas se forman los
elementos, por orden de más ligeros (hidrógeno y helio) a más
pesados (oro, hierro...), conforme va avanzando en el tiempo la
existencia de la estrella. Por ejemplo, todos los átomos que forman
parte de nuestro cuerpo, así como los de los demás seres vivos, se
han creado en el corazón centro mismo de las
estrellas, por lo que una porción infinitesimal de la materia y, de
alguna forma, incluso de la energía, que formaban parte de algunas
de ellas se han encontrado en un punto del espacio y del tiempo para
la constitución de nuestros cuerpos. Así, podría decirse que esas
estrellas “viven” en nosotrxs. Pero en realidad, poética aparte,
se trata simplemente de una evolución natural de las partículas
subatómicas en función de las diversas formas de energía que han
ido incidiendo en esas estrellas, que en un proceso cuasi eterno de
transformación saltan de un medio a otro buscando siempre un
equilibrio.
Bajo mi punto de vista, lo
mismo ocurre con algunas enfermedades y síndromes de origen
adaptativo (miopía, astigmatismo...) o genético (cáncer).
Especialmente revelador me parece el caso de ésta última
enfermedad. En nuestra desordenada progresión científico-tecnológica
vamos introduciendo mayores cantidades de radiación en nuestro
entorno (la electromagnética, principalmente) y de sustancias
químicas que no existen de forma natural, o que, aun existiendo en
la naturaleza, en ningún caso habríamos llegado a inhalar o a
deglutir en nuestra vida previa al control sobre el fuego. Este
elemento transformó cosas más o menos inocuas en objetos
peligrosos, por ejemplo, al extraer del carbón un gas que, aunque
existe de forma natural, a causa del fuego se multiplicaba su
producción y, lo que es peor, la situaba en nuestro entorno. De
igual forma, con los actuales procesos y aditivos con que tratamos
los alimentos y otras muchas sustancias de uso cotidiano (dentífrico,
cremas, geles, medicamentos, etc.) estamos sometiendo a nuestros
cuerpos a un aporte constante de numerosas y diversas sustancias que
no existían de forma natural. Como la vida es adaptación, nuestros
organismos intentan aprender a asimilar esas sustancias o a buscar
una vía por donde expulsarlas, y para eso tienen que experimentar,
en parte jugando con el azar y en parte con la idoneidad de aquellos
elementos y sustancias con que nuestro organismo trabaja
habitualmente para tratar esas nuevas sustancias, es decir, con la
afinidad bioquímica entre dichas sustancias y aquellas otras que le
son novedosas. Pero claro, combinando esas dos formas de
experimentación el proceso puede durar fácilmente un millón de
años, y nosotrxs, que como mucho vivimos algo más de cien,
encontramos dañino cualquier cambio que altere seriamente las
probabilidades de supervivencia de un individuo durante nuestro fugaz
periodo de vida.
Los avances en genética
auguran que en un futuro no muy lejano lxs científicxs puedan
reprogramar nuestros sistemas para adaptarse a esas nuevas
sustancias. Pero entonces surgirá de nuevo la vieja disquisición:
¿optamos por la evolución dirigida, o por la evolución natural?
No pretendo plantear ya
semejante debate, porque me anticiparía a él en unas cuantas
décadas durante las cuales pueden ocurrir muchas cosas que cambien
el rumbo de nuestras sociedades, pero sí quisiera volver sobre la
discusión inicial, aplicándole las reflexiones hechas a lo largo
del texto. Sabemos que una forma de alteración de la conducta es la
modificación del lenguaje. Así, el feminismo siempre ha defendido
el uso de este instrumento en su lucha contra el machismo social
imperante ¿Sería más positivo y efectivo dejar que nuestros modos
sociales cambiasen poco a poco de forma “natural”, o resultaría
preferible introducir cambios premeditados y conscientes que nos
ayuden a acelerar las transformaciones sociales necesarias?
Yo, personalmente, opto por lo
segundo en relación a algunos temas. En cambio no me parece acertado
usar esa medida en todos los casos, porque la casuística es muy
variada y compleja; habría que estudiar a fondo los pros y los
contras de aplicar cada método en cada caso, para decidir qué es lo
más conveniente. No obstante, la rapidez de los cambios sociales
parece recomendar la intervención directa en todos los casos
mencionados (lenguaje, cáncer, conductas sociales destructivas), y
hacia eso apunto en “El Dilema de
la Edad”.
Estamos viendo correr la
cuenta atrás en el reloj de una bomba. Sabemos que cuanto más
tiempo pasa, más cables pasan de ser inocuos a ser detonadores ¿No
será mejor empezar a intervenir cuanto antes en vez de esperar a un
Mesías artificiero que quizá no llegue a tiempo?
Sinelo