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viernes, 5 de junio de 2020

León Felipe

Cuando yo tenía unos doce años, mi hermano tuvo que hacer un trabajo para clase sobre la evolución. Por aquel entonces no sabíamos de la existencia de la biblioteca municipal, si es que por entonces ya existía, y nuestro único recurso era la biblioteca del colegio, que aun habiendo sido privado (reconvertido a concertado más o menos por entonces), contaba con un catálogo muy corto.

Las librerías habituales eran caras, y solían contar con literatura clásica, infantil o, en todo caso, técnica, pero sólo para los estudios más habituales por entonces: ingeniería de minas, automoción, química, y poco más.

Así pues, un día fuimos mi hermano y yo con mi padre a buscar un libro que le ayudara, a una librería abierta muy recientemente por un amigo suyo: Juan Antonio.

Nos acercamos a un sencillo portal sin escaparates, y entramos así por primera vez en la librería “León Felipe”. Sumido en la ignorancia no comprendí por qué el negocio, en el caso de llamarse como una persona, no tenía el nombre del dueño; tampoco sabía quién era aquel señor de rimbombante denominación, y no lo supe hasta que mi hermano mencionó algo así como que León Felipe era un poeta un poco… Los puntos suspensivos eran la expresión más común entre los oprimidos del franquismo para indicar que era un nombre prohibido, con lo que se daba a entender una idea de antifranquismo extremo, o represaliado de alguna forma severa.

El local era muy pequeño; creo que habría cabido de sobra, o casi, en lo que entonces era nuestro oscuro comedor. Sólo había cuatro estanterías pequeñas con algunos libros, ocupando las paredes, y una mesa-mostrador-expositor en la que se veían, si no recuerdo mal, algún cuento infantil, instrumentos escolares de escritura (lápices, borradores, sacapuntas), y algunos libritos de recortables “para niñas”, esto es, con muñecas dibujadas acompañadas de diversos vestidos igualmente impresos.

No recuerdo muy bien al dueño; sólo que no era muy alto, ni muy delgado ni muy grueso, y llevaba una gafas metálicas finas con cristales delgados. Lo que sí se me grabó en la memoria es que siempre llevaba la cabeza muy pelada, como al uno o al dos, y que hablaba como si tuviera prisa o intención de contarte cualquier otra cosa. Luego, ya en casa, supe que había sido perseguido duramente por el régimen, y que aún no se sentía muy a salvo.

Como si hubiera estado esperando nuestra visita, no tardó en sacarnos un librito de esos que se llaman de bolsillo, con la portada azul vivo y unas siluetas en rojo y negro de las tres o cuatro fases básicas por las que pasó el perfil de la figura humana.

Creo que ese fue mi primer contacto serio con la verdadera ciencia, fuera de los libros de texto. En cuanto a Juan Antonio, le visitamos algunas veces para llevarnos pequeños tesoros: un diccionario enciclopédico en dos tomos, literatura clásica (si no me confunde la memoria) como algunas obras de Buero Vallejo o mi querido “Platero y yo”, o mi alma “El Principito”…

Un día hallamos el local cerrado. De Juan Antonio no supimos mucho más, hasta que algunos meses después nos enteramos de que había muerto. Quizá un cáncer…

De la “León Felipe” volvimos a saber años más tarde, cuando abrió en otra ubicación, con otro aire, más parecido al León Felipe verdadero, aunque no sé yo si tan republicano...