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jueves, 1 de diciembre de 2016

Mi Deísmo


Como andaluz nacido en una familia muy humilde y casi sin formación de una ciudad relativamente pequeña durante los últimos años de una dictadura ultracatólica, me tocó mamar una serie de creencias y principios obligatoriamente indiscutibles, incuestionables por tradición y por ley.
Algunos de los colegios de mi ciudad reflejaban bien esa tradición en sus meros nombres: “San Joaquín”, “La Sagrada Familia”... A este último fue al que, hasta donde yo sé, por una cierta casualidad, acabé asistiendo.
La primera vez que empecé a cuestionarme las presuntas verdades que los sacerdotes proclamaban fue después de hacer la Primera Comunión. Los mismos deseos físicos y actos privados que había venido llevando a cabo tiempo atrás, y que por respeto a la ceremonia eucarística decidí interrumpir durante la catequesis, volvieron a aparecer, incluso con más fuerza quizás, algunas semanas después de haber “incorporado a Jesús físicamente” a mi persona; y no tardé en retomarlos. El caso es que esa contradicción entre la castidad predicha por el catequista y su ausencia real, pese a todos mis esfuerzos y buenas intenciones, me llevaron a cuestionarme, a eso de los 9 años, si era verdad todo lo que nos contaban. Pero en mi ingenuidad no caló muy profundamente en mí esa primera duda.
Algo más tarde, tras la muerte de Franco, recuerdo que apareció en una de las tapias del colegio una pintada que reclamaba escuelas laicas. Aún después de conocer el significado de ese adjetivo seguí sin entender a qué se referían. En mi colegio los curas sólo enseñaban religión, y no era capaz de comprender que se cuestionase esa enseñanza, o quién debía impartirla.
Uno de esos curas, precisamente, junto al profesor más duro y cruel que he tenido jamás, me llevaron a cuestionarme, por segunda vez, y ahora sí, con mucho más calado, las prédicas que se lanzaban desde los púlpitos y hasta las palabras escritas en la Biblia.
De entrada, el profesor en cuestión, cuyo nombre recuerdo completo, nos obligaba a ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, e incluso al menos en una o dos ocasiones nos obligó a ir al despacho del sacerdote para confesarnos, obligación que contrastaba con la voluntariedad del acto.
Por su parte aquel sacerdote, cuyo nombre olvidé muy pronto, tenía por norma castigar a quien cometía alguna fechoría haciéndole ir el sábado al colegio. Sí: el sábado, por la mañana. En mi colegio había algunas habitaciones para estudiantes de F.P. (que también se impartía en la otra mitad del mismo centro) o profesores residentes, para que no tuvieran que desplazarse todos los días desde alguna población que, aunque cercana, no contaba por entonces con un enlace cómodo y fiable por carretera, de modo que no era difícil que estuviera abierto, o que alguien te pudiera abrir.
En una ocasión en que los culpables eran dos o tres solamente, a falta de autor confeso o declarado, nos castigó a todos. Aquel sábado, cuando me presenté al colegio, nada más cruzar el portón me topé con él, y me dijo que ya podía volverme a casa, que sabía que yo no tenía nada que ver. Si de entrada ya me había sentado mal el castigo, aquella mañana de sábado madrugando para nada me sentó peor aún. Bajo mi punto de vista, aquel sacerdote había sido injusto a sabiendas, y para mí era inconcebible que alguien que pregonaba la verdad, la justicia y el amor al prójimo como máximas intocables pudiese cometer tamaña injusticia. Aquello me llevó a ignorar a partir de entonces todas las predicaciones, y hasta a contemplar las oraciones religiosas como declamaciones de loa no risibles pero sí carentes de sentido.
Acabada la E.G.B. entré en F.P. en el mismo centro, y el sacerdote que nos impartió las clases de religión me pareció como la noche y el día en relación a aquel otro de los castigos. A pesar tener ya todo el pelo encanecido vestía con vaqueros y camisas, con jerseys modernos y sencillos en invierno, era todo vitalidad y siempre trataba de transmitir alegría o, cuando menos, esperanza. Organizaba misas en horas de clase a las que era libre la asistencia (y a las que algunos íbamos para, al darnos la paz, poder dar y recibir besos de algunas chicas). Siempre que sabía de un grupo de estudiantes que organizaban un partido de fútbol después de clase, se apuntaba a jugar él también. Sólo se ponía gris por un momento cuando algún alumno atrevido le preguntaba por un pequeño trozo que le faltaba, si no recuerdo mal, en un dedo índice de su mano. Nos dio religión los cinco años que duraba la formación profesional en aquel centro en esa época, ¡y hasta tuvimos un libro de religión en el que aparecían un chico y una chica, totalmente desnudos, sentados de espaldas uno junto al otro, y se incluía la sexualidad como tema!
Don Antonio, que así se llamaba ese sacerdote dicharachero, nos hizo ver a Jesús como un hombre lleno de amor por el prójimo a quien le tocó ser, por gracia divina, hijo de Dios, y portador de su nuevo mensaje de amor en sustitución al del Yavé vengador y justiciero del Antiguo Testamento.
Como quiera que sea, ver tanta diferencia entre un sacerdote-profesor y otro hizo que se volviera a encender en mí la fe, no tanto en un dios cambiante, sino en aquellos individuos que creen en la bondad de sus semejantes, y en último término me sugirió llegar a conocer por mí mismo la verdad acerca de lo que se narraba en la Biblia, en vez de conformarme con los breves párrafos que habíamos estudiado en clase. De modo que, una vez acabados los estudios emprendí la lectura paciente y detallada del ejemplar de la Biblia que teníamos en casa, la Nácar-Colunga de 1974, llena de comentarios aclaratorios en los que se explica la falta de literalidad de muchas de las afirmaciones del Antiguo Testamento, así como muchos otros aspectos similares del Nuevo.
Más tarde, entre finales del pasado siglo y principios de este, cayeron en mis manos otras versiones de la Biblia, así como diversos estudios sobre la misma, y pude comparar los cambios que la Iglesia había ido introduciendo, y su análisis, ayudado con la orientación de la crítica bíblica leída, me reveló cómo se trataba de dirigir la conducta de los creyentes, aunque de forma imperfecta, debido básicamente a que algunas de las anteriores versiones de los textos bíblicos que la propia Iglesia católica había aprobado habían calado entre la feligresía de forma imborrable. Esas otras “verdades” que la gente había aceptado y que la Iglesia trataba de eliminar para construir un relato narrativo nuevo acerca del legado de Jesucristo, se recopilaron en lo que la Iglesia llama “tradición”, para evitar decirle a los fieles que algunas de las cosas en que más fe tuvieron los católicos de la antigüedad eran falsas o, al menos, cuestionables. Por citar sólo un punto muy conocido, la Iglesia reconoce desde los años cincuenta del pasado siglo que María Magdalena (“magdalena” ni siquiera era nombre propio originalmente, sino, según parece, el gentilicio de los naturales de Magdala) ni era una prostituta, y mucho menos una arrepentida, sino una mujer de la que Jesús había expulsado siete demonios; sin embargo, el Vaticano calla cuando alguien, incluso medios de comunicación, caen en este inmenso e injusto error.
El caso es que durante los últimos años he podido desgajar las supuestas verdades bíblicas, cotejar diversas versiones de la misma, documentarme con evangelios apócrifos y deuterocanónicos, documentales varios y artículos, y hasta incluir algunos Upanishads y el Corán entre mis lecturas, así como varias versiones de este último, y todo ello me llevó a la conclusión de que había que despojar a las religiones monoteístas de todas sus capas de influencia política, social y cultural.
Como resultado llegué a la conclusión de que los diferentes conceptos de dios que el ser humano tiene son básicamente tres, cada uno de los cuales se puede representar muy esquemáticamente mediante una forma geométrica coloreada.
Así, un cuadrado azul vendría a representar al “dios de las religiones”. Éste normalmente es el más frío (de ahí el azul) y lejano, el más ajeno al individuo; el cuadrado simboliza que es muy “cuadriculado”, esto es, muy tajante filosóficamente, al estar fuertemente delimitado por dogmas y preceptos.
En segundo lugar, un triángulo naranja representaría al “dios del individuo”; al ser un concepto más místico que el anterior lo podemos representar con un triángulo, además de que éste lo tiene más idealizado; aunque suele tener como base el concepto de dios de alguna religión, normalmente va más allá de los límites impuestos por la ortodoxia porque en su definición intervienen los deseos, temores, esperanzas, necesidades, etc. del individuo; esta pasión que el individuo pone en concebirlo, que generalmente no llega a ningún extremismo ni fanatismo, es lo que le asigna el color naranja.
Del tercer concepto de dios hablaré al final, para continuar con mi exposición de forma ordenada.
Por otra parte, sabemos, en base a diversos hallazgos arqueológicos, que inicialmente se adoraba a deidades femeninas como creadoras y promotoras de la fertilidad de la tierra, así como de la propia de la mujer. No obstante, cuando el hombre fue consciente de su aportación a la concepción surgieron parejas mixtas de deidades; es así por ejemplo en la religión hebrea primitiva, la cual tal y como recoge la Biblia en diversas citas, era llamada Astoret (o su plural, Astaroth), que parece corresponder a la Astarté fenicia, o Ishtar para los asirios y babilonios. Existen restos de ese dualismo deísta en los textos del Pentateuco, en los cuales aparecen algunos nombres y expresiones en plural cuando debían de figurar en singular, los cuales se han transmitido a las diferentes versiones de la Biblia católica, al menos, hasta las ediciones de la misma del s. XX y anteriores. Finalmente el monoteísmo hizo desaparecer a las diosas, pero, no se sabe si por descuido, quedaron algunos restos, como los indicados del Pentateuco.
Hasta aquí los puntos filosóficos e históricos en que se basa mi conocimiento místico de los fundamentos religiosos.
Por otra parte tenemos la paradoja del gato de Schrödinger, que dice básicamente que un gato encerrado en una caja sin ventilación, junto a una botella de gas venenoso y una única partícula radioactiva capaz de romper la botella, estará al mismo tiempo vivo y muerto en tanto no se abra la caja y se compruebe, es decir, mientras no haya un observador externo que lo vea.
Según parece la física cuántica corrobora que, efectivamente, una partícula puede estar en todos los estados y posiciones posibles a la vez hasta que un observador la mira; dado que el universo se compone de partículas podemos llegar a la conclusión de que todas las partículas que lo forman están en todos los estados y posiciones a la vez.
La primera conclusión a la que todo esto me lleva es que el tiempo, dimensión que se define a partir de las modificaciones de los estados y posiciones de la materia, a raíz de lo expuesto no podría existir como tal dimensión, puesto que todos los instantes que lo forman coexisten a la vez.
Todo ello justificaría la creencia en un ser omnisciente, y por ende, todopoderoso (al menos, en relación a nuestro universo).
No obstante, dado que para nosotros en cada instante cada objeto y onda sólo ocupan un lugar y sólo están en una posición, podría inferirse que nosotros somos los observadores de aquel universo que nos rodea. Pero he aquí que también existe todo el universo que no podemos percibir con nuestros sentidos, y sabemos que existe porque captamos e incluso sufrimos las consecuencias de su existencia (por ejemplo, a través de la detección de ondas gamma), lo cual nos lleva a su vez a deducir que debe de haber un observador externo al universo, al cual probablemente ni le va ni le viene el devenir de nuestra historia. Es decir, que sólo la existencia de un ente al que podríamos llamar “dios”, “fuerza creadora” o como se desee, explicaría esa contradicción entre la teoría de Schrödinger y la constatación de lugares y fenómenos que no vemos pero cuyos efectos sí percibimos.
Por lo tanto, el gráfico de antes quedaría completado, ahora sí, con el tercer concepto de dios, aquel en el que creemos los deístas que no nos adscribimos a ninguna religión, simbolizado en una circunferencia negra.
Esa circunferencia, como decía, representa al que podríamos considerar “dios verdadero”; la figura geométrica elegida simboliza la perfección, infinitud y eternidad; ese dios que al individuo apenas le es posible intuir, tiene una influencia aparentemente nula, pero influye decisivamente en todos los individuos; a la vez, comprende las otras dos definiciones, por más alejadas que aquellas estén de ésta, y a la vez las otras dos no logran acercarse mucho a los límites de ésta, por más que en algunas características sí puedan coincidir.
En conclusión, a mi entender, desde mi ignorancia y en base a todo lo anteriormente expuesto queda probado que ha de existir al menos un ente capaz de percibir nuestro universo a todos los niveles, al tiempo que existe ajeno al mismo, y a quien, por tanto, parece poco probable que le interesen la infinidad de nuestros nimios actos. No obstante, esto no significa que sea radicalmente falso que ese ente exterior a este universo no se haya podido manifestar a personas concretas en momentos puntuales, como tampoco significa lo contrario, pero dudo que alguien tan ajeno a nuestro universo y, sobre todo, tan independiente de él, ordenase hacer matanzas u otras salvajadas, salvo que lo hiciera para poner a prueba, bien nuestra capacidad de obediencia, bien nuestro salvajismo.
En definitiva, mis reflexiones, unidas a mi, como decía, amplia ignorancia en diversos campos, me han conducido a una doble conclusión: por un lado, parece razonable que exista al menos un ser, ente o como se le desee definir, ajeno a este universo nuestro y no obstante capaz de tener un conocimiento completo del mismo, así como de todos sus momentos y sucesos, públicos o privados; y por otro lado, que la ciencia está poco a poco demostrando experimentalmente la posibilidad de la existencia de ese ser, existencia que ya ha demostrado teóricamente, por más que los propios científicos no lo quieran ver.
Sinelo