Como andaluz nacido en una
familia muy humilde y casi sin formación de una ciudad relativamente
pequeña durante los últimos años de una dictadura ultracatólica,
me tocó mamar una serie de creencias y principios obligatoriamente
indiscutibles, incuestionables por tradición y por ley.
Algunos de los colegios de mi
ciudad reflejaban bien esa tradición en sus meros nombres: “San
Joaquín”, “La Sagrada Familia”... A este último fue al que,
hasta donde yo sé, por una cierta casualidad, acabé asistiendo.
La primera vez que empecé a
cuestionarme las presuntas verdades que los sacerdotes proclamaban
fue después de hacer la Primera Comunión. Los mismos deseos físicos
y actos privados que había venido llevando a cabo tiempo atrás, y
que por respeto a la ceremonia eucarística decidí interrumpir
durante la catequesis, volvieron a aparecer, incluso con más fuerza
quizás, algunas semanas después de haber “incorporado a Jesús
físicamente” a mi persona; y no tardé en retomarlos. El caso es
que esa contradicción entre la castidad predicha por el catequista y
su ausencia real, pese a todos mis esfuerzos y buenas intenciones, me
llevaron a cuestionarme, a eso de los 9 años, si era verdad todo lo
que nos contaban. Pero en mi ingenuidad no caló muy profundamente en
mí esa primera duda.
Algo más tarde, tras la
muerte de Franco, recuerdo que apareció en una de las tapias del
colegio una pintada que reclamaba escuelas laicas. Aún después de
conocer el significado de ese adjetivo seguí sin entender a qué se
referían. En mi colegio los curas sólo enseñaban religión, y no
era capaz de comprender que se cuestionase esa enseñanza, o quién
debía impartirla.
Uno de esos curas,
precisamente, junto al profesor más duro y cruel que he tenido
jamás, me llevaron a cuestionarme, por segunda vez, y ahora sí, con
mucho más calado, las prédicas que se lanzaban desde los púlpitos
y hasta las palabras escritas en la Biblia.
De entrada, el profesor en
cuestión, cuyo nombre recuerdo completo, nos obligaba a ir a misa
todos los domingos y fiestas de guardar, e incluso al menos en una o
dos ocasiones nos obligó a ir al despacho del sacerdote para
confesarnos, obligación que contrastaba con la voluntariedad del
acto.
Por su parte aquel sacerdote,
cuyo nombre olvidé muy pronto, tenía por norma castigar a quien
cometía alguna fechoría haciéndole ir el sábado al colegio. Sí:
el sábado, por la mañana. En mi colegio había algunas habitaciones
para estudiantes de F.P. (que también se impartía en la otra mitad
del mismo centro) o profesores residentes, para que no tuvieran que
desplazarse todos los días desde alguna población que, aunque
cercana, no contaba por entonces con un enlace cómodo y fiable por
carretera, de modo que no era difícil que estuviera abierto, o que
alguien te pudiera abrir.
En una ocasión en que los
culpables eran dos o tres solamente, a falta de autor confeso o
declarado, nos castigó a todos. Aquel sábado, cuando me presenté
al colegio, nada más cruzar el portón me topé con él, y me dijo
que ya podía volverme a casa, que sabía que yo no tenía nada que
ver. Si de entrada ya me había sentado mal el castigo, aquella
mañana de sábado madrugando para nada me sentó peor aún. Bajo mi
punto de vista, aquel sacerdote había sido injusto a sabiendas, y
para mí era inconcebible que alguien que pregonaba la verdad, la
justicia y el amor al prójimo como máximas intocables pudiese
cometer tamaña injusticia. Aquello me llevó a ignorar a partir de
entonces todas las predicaciones, y hasta a contemplar las oraciones
religiosas como declamaciones de loa no risibles pero sí carentes de
sentido.
Acabada la E.G.B. entré en
F.P. en el mismo centro, y el sacerdote que nos impartió las clases
de religión me pareció como la noche y el día en relación a aquel
otro de los castigos. A pesar tener ya todo el pelo encanecido vestía
con vaqueros y camisas, con jerseys modernos y sencillos en invierno,
era todo vitalidad y siempre trataba de transmitir alegría o, cuando
menos, esperanza. Organizaba misas en horas de clase a las que era
libre la asistencia (y a las que algunos íbamos para, al darnos la
paz, poder dar y recibir besos de algunas chicas). Siempre que sabía
de un grupo de estudiantes que organizaban un partido de fútbol
después de clase, se apuntaba a jugar él también. Sólo se ponía
gris por un momento cuando algún alumno atrevido le preguntaba por
un pequeño trozo que le faltaba, si no recuerdo mal, en un dedo
índice de su mano. Nos dio religión los cinco años que duraba la
formación profesional en aquel centro en esa época, ¡y hasta
tuvimos un libro de religión en el que aparecían un chico y una
chica, totalmente desnudos, sentados de espaldas uno junto al otro, y
se incluía la sexualidad como tema!
Don Antonio, que así se
llamaba ese sacerdote dicharachero, nos hizo ver a Jesús como un
hombre lleno de amor por el prójimo a quien le tocó ser, por gracia
divina, hijo de Dios, y portador de su nuevo mensaje de amor en
sustitución al del Yavé vengador y justiciero del Antiguo
Testamento.
Como quiera que sea, ver tanta
diferencia entre un sacerdote-profesor y otro hizo que se volviera a
encender en mí la fe, no tanto en un dios cambiante, sino en
aquellos individuos que creen en la bondad de sus semejantes, y en
último término me sugirió llegar a conocer por mí mismo la verdad
acerca de lo que se narraba en la Biblia, en vez de conformarme con
los breves párrafos que habíamos estudiado en clase. De modo que,
una vez acabados los estudios emprendí la lectura paciente y
detallada del ejemplar de la Biblia que teníamos en casa, la
Nácar-Colunga de 1974, llena de comentarios aclaratorios en los que
se explica la falta de literalidad de muchas de las afirmaciones del
Antiguo Testamento, así como muchos otros aspectos similares del
Nuevo.
Más tarde, entre finales del
pasado siglo y principios de este, cayeron en mis manos otras
versiones de la Biblia, así como diversos estudios sobre la misma, y
pude comparar los cambios que la Iglesia había ido introduciendo, y
su análisis, ayudado con la orientación de la crítica bíblica
leída, me reveló cómo se trataba de dirigir la conducta de los
creyentes, aunque de forma imperfecta, debido básicamente a que
algunas de las anteriores versiones de los textos bíblicos que la
propia Iglesia católica había aprobado habían calado entre la
feligresía de forma imborrable. Esas otras “verdades” que la
gente había aceptado y que la Iglesia trataba de eliminar para
construir un relato narrativo nuevo acerca del legado de Jesucristo,
se recopilaron en lo que la Iglesia llama “tradición”, para
evitar decirle a los fieles que algunas de las cosas en que más fe
tuvieron los católicos de la antigüedad eran falsas o, al menos,
cuestionables. Por citar sólo un punto muy conocido, la Iglesia
reconoce desde los años cincuenta del pasado siglo que María
Magdalena (“magdalena” ni siquiera era nombre propio
originalmente, sino, según parece, el gentilicio de los naturales de
Magdala) ni era una prostituta, y mucho menos una arrepentida, sino
una mujer de la que Jesús había expulsado siete demonios; sin
embargo, el Vaticano calla cuando alguien, incluso medios de
comunicación, caen en este inmenso e injusto error.
El caso es que durante los
últimos años he podido desgajar las supuestas verdades bíblicas,
cotejar diversas versiones de la misma, documentarme con evangelios
apócrifos y deuterocanónicos, documentales varios y artículos, y
hasta incluir algunos Upanishads y el Corán entre mis lecturas, así
como varias versiones de este último, y todo ello me llevó a la
conclusión de que había que despojar a las religiones monoteístas
de todas sus capas de influencia política, social y cultural.
Como resultado llegué a la
conclusión de que los diferentes conceptos de dios que el ser humano
tiene son básicamente tres, cada uno de los cuales se puede
representar muy esquemáticamente mediante una forma geométrica
coloreada.
Así, un cuadrado azul vendría
a representar al “dios de las religiones”. Éste normalmente es
el más frío (de ahí el azul) y lejano, el más ajeno al individuo;
el cuadrado simboliza que es muy “cuadriculado”, esto es, muy
tajante filosóficamente, al estar fuertemente delimitado por dogmas
y preceptos.
En segundo lugar, un triángulo
naranja representaría al “dios del individuo”; al ser un
concepto más místico que el anterior lo podemos representar con un
triángulo, además de que éste lo tiene más idealizado; aunque
suele tener como base el concepto de dios de alguna religión,
normalmente va más allá de los límites impuestos por la ortodoxia
porque en su definición intervienen los deseos, temores, esperanzas,
necesidades, etc. del individuo; esta pasión que el individuo pone
en concebirlo, que generalmente no llega a ningún extremismo ni
fanatismo, es lo que le asigna el color naranja.
Del tercer concepto de dios
hablaré al final, para continuar con mi exposición de forma
ordenada.
Por otra parte, sabemos, en
base a diversos
hallazgos arqueológicos,
que inicialmente se adoraba a deidades femeninas como
creadoras y promotoras de la fertilidad de la tierra, así
como de la propia de la mujer.
No obstante, cuando el
hombre fue consciente de su aportación a la concepción surgieron
parejas mixtas de deidades; es
así por ejemplo en la religión hebrea primitiva, la
cual tal y como recoge la Biblia en diversas citas, era llamada
Astoret
(o
su plural,
Astaroth),
que parece corresponder a la Astarté fenicia, o Ishtar para los
asirios y babilonios. Existen restos
de ese dualismo deísta en los textos del Pentateuco, en los cuales
aparecen algunos nombres y expresiones en plural cuando debían de
figurar en singular, los cuales se han transmitido a las diferentes
versiones de la Biblia católica, al menos, hasta las
ediciones de la misma
del s. XX y anteriores.
Finalmente el monoteísmo
hizo desaparecer a las diosas, pero, no
se sabe si por descuido, quedaron algunos restos, como los indicados
del Pentateuco.
Hasta aquí los puntos
filosóficos e históricos en que se basa mi conocimiento místico de
los fundamentos religiosos.
Por otra
parte tenemos la
paradoja del gato de Schrödinger,
que dice básicamente que un gato encerrado en una caja sin
ventilación, junto a una botella de gas venenoso y una única
partícula radioactiva capaz de romper la botella, estará al mismo
tiempo vivo y muerto en tanto no se abra la caja y se compruebe, es
decir, mientras no haya un observador externo que lo vea.
Según parece la
física cuántica corrobora que, efectivamente,
una partícula puede estar en todos los estados y
posiciones posibles a
la vez hasta que un observador la mira; dado que
el universo se compone de partículas podemos
llegar a la conclusión de que
todas las partículas que lo forman están en todos los estados y
posiciones a la vez.
La primera conclusión a la
que todo esto me lleva es que el
tiempo, dimensión que se define a partir de las modificaciones de
los estados y posiciones de la materia, a
raíz de lo expuesto no podría existir
como tal dimensión, puesto que todos los instantes que lo forman
coexisten a la vez.
Todo ello
justificaría la creencia en un ser omnisciente, y por ende,
todopoderoso (al menos, en relación a nuestro universo).
No obstante, dado que para
nosotros en cada instante cada objeto y onda sólo ocupan un lugar y
sólo están en una posición, podría inferirse que nosotros somos
los observadores de aquel universo que nos rodea. Pero he aquí que
también existe todo el universo que no podemos percibir con nuestros
sentidos, y sabemos que existe porque captamos e incluso sufrimos las
consecuencias de su existencia (por ejemplo, a través de la
detección de ondas gamma), lo cual nos lleva a su vez a deducir que
debe de haber un observador externo al universo, al cual
probablemente ni le va ni le viene el devenir de nuestra historia. Es
decir, que sólo la existencia de un ente al que podríamos llamar
“dios”, “fuerza creadora” o como se desee, explicaría esa
contradicción entre la teoría de Schrödinger y la constatación de
lugares y fenómenos que no vemos pero cuyos efectos sí percibimos.
Por lo tanto, el gráfico de
antes quedaría completado, ahora sí, con el tercer concepto de
dios, aquel en el que creemos los deístas que no nos adscribimos a
ninguna religión, simbolizado en una circunferencia negra.
Esa
circunferencia, como decía, representa al que podríamos considerar
“dios verdadero”; la figura geométrica elegida simboliza la
perfección, infinitud y eternidad; ese
dios que al
individuo apenas le es posible intuir, tiene
una influencia
aparentemente
nula, pero influye decisivamente en todos
los individuos;
a la vez, comprende las
otras dos definiciones,
por más alejadas que
aquellas estén de ésta, y a la vez las otras dos
no logran acercarse
mucho a los
límites de ésta, por
más que en algunas características sí puedan coincidir.
En conclusión, a mi entender,
desde mi ignorancia y en base a todo lo anteriormente expuesto queda
probado que ha de existir al menos un ente capaz de percibir nuestro
universo a todos los niveles, al tiempo que existe ajeno al mismo, y
a quien, por tanto, parece poco probable que le interesen la
infinidad de nuestros nimios actos. No obstante, esto no significa
que sea radicalmente falso que ese ente exterior a este universo no
se haya podido manifestar a personas concretas en momentos puntuales,
como tampoco significa lo contrario, pero dudo que alguien tan ajeno
a nuestro universo y, sobre todo, tan independiente de él, ordenase
hacer matanzas u otras salvajadas, salvo que lo hiciera para poner a
prueba, bien nuestra capacidad de obediencia, bien nuestro
salvajismo.
En definitiva, mis
reflexiones, unidas a mi, como decía, amplia ignorancia en diversos
campos, me han conducido a una doble conclusión: por un lado, parece
razonable que exista al menos un ser, ente o como se le desee
definir, ajeno a este universo nuestro y no obstante capaz de tener
un conocimiento completo del mismo, así como de todos sus momentos y
sucesos, públicos o privados; y por otro lado, que la ciencia está
poco a poco demostrando experimentalmente la posibilidad de la
existencia de ese ser, existencia que ya ha demostrado teóricamente,
por más que los propios científicos no lo quieran ver.
Sinelo