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domingo, 5 de julio de 2020

La oscuridad latente

Sabes que eres viejo cuando una situación anodina te hace rememorar alguno de tus peores momentos.

Salí el otro día para que le cambiaran la pila a un reloj. El establecimiento lo atendía un mujer más joven que yo, y tras el mostrador la acompañaban dos niños que me parecieron tener una edad parecida. No tuve que fijarme mucho en ellos, que no me quitaban ojo de encima, para darme cuenta de que parecían tener personalidades equiparables a las de mi hermano y la mía, cuando teníamos su edad: uno, más callado y tranquilo; el otro, inquieto, no perdía detalle de la más nimia operación que hacía su madre.

No sé cómo salió en la conversación, pero la mujer me indicó que eran gemelos, y que aunque parecían. No obstante, ya no se apartó de mí la memoria de mi propia época. Mi hermano y yo ya éramos adolescentes la última vez que peleamos físicamente. No recuerdo cómo empezó todo; imagino que, como siempre, a él le pareció divertido picarme dándome en el cuerpo un puñetazo que a él le parecía leve, pero que a mí me causaba un dolor irritante. Eso me hacía reaccionar y devolverle un golpe que, dada mi menor fuerza, solía procurar llevar mayor intensidad.

El caso es que en aquella ocasión, sin saber cómo, acabamos sobre la cama; sólo recuerdo que yo estaba encima de él, y que mis manos apretaban su cuello intentando estrangularle. Pero aquella vez era de verdad. De pronto fui consciente de todo el odio que había en mí. Aunque mis manos nunca tuvieron fuerza para estrangularle, no me escandalizó la posibilidad de hacerlo; ni siquiera mi intenso y sincero de hacerlo. Me escandalizó, simplemente, el verme capaz de sentir un odio (¿rabia, quizás?) tan profundo.

La verdad es que tampoco soy capaz de recordar si aquello terminó con mi desistimiento, o si él aprovechó su liberación para estrangularme y hacerme vez el dolor (¿miedo?) que aquello producía. Extrañamente en mí, si fue así (si no estoy confundido con otra ocasión), el dolor no me importó; y no tenía miedo. Sólo pesaba en mí la vileza de mis sentimientos.

Desde entonces, yo que nunca he peleado físicamente con alguien, no he vuelto a hacerlo. Ni siquiera cuando un revisor de la RENFE (o de Adif), creyéndome borracho o drogado, intentó hacerme caer al suelo. Obviamente, me resistí, pero ni traté de devolverle los empellones, y mucho menos de golpearle.

Sin embargo, sé que esa bestia oscura que hay en mí, sigue ahí, esperando a que mi voluntad decaiga y vuelva a tomar el control, aunque sólo sea por un instante. Supongo que ser bueno no consiste tanto en procurar ser un santo, sino más bien en procurar no ser una mala persona. Y al menos físicamente, creo que no he vuelto a serlo desde entonces.