Llevaba horas caminando. Había estado
toda la tarde caminando. Mis zapatos parecían una sucia prolongación
de la suciedad de mis pies; parecían haber nacido y crecido a partir
de ellos. Mi cabello era una maraña de arañas que correteaban sin
cesar sobre mi cráneo desnudo; casi me habían ya irritado la piel.
Mi ropa, o lo que quedaba de ella, eran como jirones de mi piel
ennegrecidos por el tiempo. Y una jodida nube gris se había empeñado
en acompañarme todo el camino. Era gorda como la señora del quinto,
esa que siempre me acompaña hasta el décimo, con tal de no quedarse
con la última parte del cotilleo en la garganta. Era húmeda, muy
húmeda la nube, aunque la muy jodida no se decidía a llover, y me
dolían todos los huesos y parecían cañas prestadas para darme
algún relleno que sostuviera mi cuerpo.
Me paré un momento, miré al cielo, y
suspiré, lanzando con mi aliento casi todas las pocas fuerzas que me
quedaban.
- Me gustaría que lloviera. – Tras un par de pasos, me detuve de nuevo y miré otra vez al cielo–. Pero no llueve, la jodida.
No sé de dónde rayos salió ella. Era
pequeña y delgada, y se movía como un tornado, revolviéndolo todo
hasta dejarlo a su gusto. A su paso, algunas cosas desaparecían en
sus bolsillos. Pero se movía tan deprisa que apenas la vi; más bien
la presentía, la intuía, o la deducía en función del caos que
provocaba. En un momento me agarró de la mano y al momento siguiente
me soltó la otra frente a una verja metálica.
Era un paraje que nunca había visto.
Me asomé por los barrotes de la puerta, y entré. Estaba abierta.
Justo delante de mí había un huerto diminuto. No parecía haber el
menor orden en los cultivos; había de todo, y todo estaba
anárquicamente distribuido. La tierra negra, sin embargo, había
sido arada en surcos rojos, con un amor inmenso, por unos dedos
maravillosos de tacto aterciopelado. Y justo a mis pies había una
regadera recién llena con agua fresca de manantial. La tomé y la
volqué con cuidado sobre la tierra, y ésta gozó la lluvia y la
bebió ávidamente.
Abrí entonces los ojos y me sentí
empapado. Era a mí a quien ella regaba. Me sonrió; le sonreí, y vi
sus ojos y su carita redonda detrás de la ventana. Sentí sus
labios, el vacío, sus labios de nuevo sobre los míos. Y sus ojos,
sin dejar de mirarme. Pero yo miré, y ella seguía allí, detrás de
la ventana. Entonces salió. Se acercó caminando como un fantasma; a
veces el lado izquierdo flotaba más que el derecho, a veces flotaba
más el derecho.
Al llegar a mí sonrió de nuevo, y mi
boca le sirvió de espejo. Su mano incorpórea me rozó el pecho y se
guardó mi rojo palpitante, con mucho cuidado, poniéndolo a
funcionar junto al suyo. Su mirada en mis ojos rozó mi nuca, y mi
alma se fue con ella, como si me la hubiera robado del aliento que
respiraba en un beso inesperado.
Dio media vuelta y comenzó a caminar.
Y yo, que ya no tenía voluntad, ni quería tenerla, la seguí
bailando su caminar; bailando yo también, su caminar.
Una mariposa blanca se cruzó en su
camino y se detuvo a mirarla, y a reír. La oí reír como a una
niña. La oí reír llena de amor y felicidad, y yo reí con ella; y
lloré de amor y de risa. Y rió el cielo; y el padre Sol rió
acariciándole la mejilla perfumada. Y hasta los ángeles rieron
contagiados; pero se fueron pronto, henchidos de envidia hacia su
inocencia picardeada.
Al llegar a la puerta se puso seria. Y
de nuevo vi su rostro tras el cristal de la ventana. No sé... no sé
qué dije; no sé qué no dije... ni sé qué hice, ni qué no
hice...
Miré a mi alrededor. Un pequeño
cuadradito verde era donde estaban mis pies; limpios adorables y
blancos en su desnudez. La hierba que pisaba se agitaba como su
flequillo con el viento. El calor de la tierra era el de su mano.
Rebosante de florecillas blancas y amarillas el jardín parecía
sonreírme; como ella. Un banco de cálida madera basta me recordaba
sus formas. Me eché en él y sentí su cuerpo abrazarme.
Contemplé tumbado en la hierba las
nubes blancas jugando con el arco iris, que tan pronto era sonrisa
como ave, o perro, o pompa de jabón. Tan bien jugaba él a
imitarlas. Y se asomó la luna, llamándome a casa. Yo miré la
verja, miré la ventana, y mi corazón se expandió hasta fundirse
con todo lo que me rodeaba y no ser nada.
- Vete, Noche; vete, Luna, y Alborada. Id a casa que aquí es donde vivo yo ahora, aunque no me hable, aunque ni me mire callada.
Miré otra vez, hacia la ventana, y vi
su carita redonda, sonrojarse, quizá enamorada. «¡Ojalá!»
– suspiré en silencio – «ojalá
algún día salga, y me tome de la mano para llevarme dentro, o para
llevarme, a donde haga falta».
A veces veo por la verja la gente que
pasa. Y me miran y me llaman «el
loco de la casa fantasma».
Pero no oigo nada, sino el amor que palpita en sus ojos a mi espalda.
Aunque cuando me vuelvo a mirarla es ella quien proyecta una nube de
agua sobre mi ardiente deseo de ararla y regarla con mil versos
nuevos... ¡Shhh!, guardad silencio, que duerme ahora, arropada en la
casa...