Tengo que reconocer que
las tres o cuatro primeras veces que vi en los medios una protesta del
colectivo Femen pensé con el pene. Ver a dos o tres chicas rusas jovencitas
mostrando su torso desnudo, y por tanto sus pechos, en el frío de su país me
sonaba más a reclamo de una cadena de puticlubes o de páginas web pornográficas
que a una protesta feminista. A partir de la cuarta o quinta aparición, y sobre
todo, de su extensión en Francia, empecé a cuestionarme a qué respondía
verdaderamente aquel movimiento. Me ayudó a comprenderlo el programa que Risto
Mejide les dedicó, aunque no tanto por el despectivo sarcasmo con que les
hablaba y las contemplaba, sino por la sincera devoción con que describían su
protesta y los fundamentos de sus formas.
Toda persona inteligente
sabe que no es posible cambiar las conductas de millones de personas a corto
plazo, salvo que se disponga de tantos medios de comunicación para hacer llegar
a todas cuasi simultáneamente un mismo mensaje. Por eso resulta pueril el
método empleado por este y otros grupos a los que el sistema llama, también
despectivamente, "radicalizados". No obstante, a la vez me parece
digna de alabanza la nobleza de sus fines, que no incluyen sólo a las chicas y
a unos pocos chicos que las apoyan (algunos de ellos tardarán quizás años en
saber por qué), sino a todas las mujeres de la especie humana. Considero
también que merece el mayor elogio su valentía al salir a pecho descubierto
ante el sistema, retando a guardaespaldas y a servicios de seguridad de todo
pelamen. Y es por ambas razones que me parecen merecedoras de mucho más apoyo
del que parecen tener, sobre todo por parte de los medios de comunicación, que "comprensiblemente"
se ven inmersos en la maraña de la política y economía nacionales e
internacionales.
Son estos, los medios,
quienes tienen realmente la capacidad de incitar a introducir cambios sociales
de calado, no sólo en las sociedades occidentales, sino en todas, en todo el
mundo, porque son ellos los únicos capaces de hacer llegar un mensaje común a
todos los puntos del planeta, en poco tiempo, de crear corrientes de opinión,
de poner a las diversas sociedades ante el espejo que les muestre su
hipocresía, su egoísmo y, en definitiva, sus errores (puedes ver más sobre esto
en "El Dilema de la Edad").
En concreto en el tema de
la igualdad de género, hay muchos movimientos feministas y muchas luchadoras
independientes que, sin pretenderlo, suponen también un obstáculo al cambio. Es
cierto que, como decía antes, una actitud radical lleva a que los
comportamientos más obtusos se cierren todavía más en sus cuestionables principios,
pero que sean las propias mujeres feministas quienes cuestionen conductas
tradicionalmente ligadas a la relación de dominio-sometimiento machista
deslegitima socialmente a aquellas mujeres que luchan por su libertad como
personas mediante símbolos aparentemente opuestos a la misma. Es como si todo
su desprecio a esos símbolos hubiese cuajado en una dosis de testosterona que
las lleva, desde su feminidad y su reivindicación igualitaria, a mirar por
encima del hombro, condescendientemente en el mejor de los casos, a esas otras
luchadoras de la batalla diaria que no tienen reparos en utilizar las llamadas
"armas de mujer" (una expresión que demuestra que éstas formaron
parte de los métodos feministas allá por los ochenta del pasado siglo) para
abrirse paso a codazos en un mundo masculino. Hablo, por si aún hay dudas, no
sólo de aquellas que voluntariamente ofrecen servicios privados a caballeros y
señoras de toda la escala social (desde el mero acompañamiento y las más
perversas o morbosas actividades en entornos de lujo y derroche hasta las más
burdas actividades sexuales en los más lúgubres ambientes), sino también de
aquellas otras que siendo grandes en sus profesiones han sabido usar en las
distancias cortas (entrevistas personales, no pretendo sugerir nada más) los
encantos con que la naturaleza las dotó, así como aquellos otros de los que
ellas mismas supieron dotarse.
También es verdad que ese
tipo de comportamientos parecen incluso justificar las actitudes de dominio
masculino, pero la lucha feminista por la igualdad de género no puede dejar
morir por el camino la exuberancia que ambos géneros pueden desarrollar en la
expresión diaria y más cotidiana de su sexualidad.
Con los seres humanos
ocurre como con lxs camaleonxs: la igualdad no se consigue haciendo que todxs
se vuelvan del mismo color, sobre todo porque a estas alturas ya nadie sabe
quién tiene el color original correcto. Lo importante es que cada unx se
revista del color con que más cómodx se sienta, sin que ello le suponga ser
estimadx en menos que otrxs. O incluso de todo un arcoíris de colores, si le
place.
Sinelo