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sábado, 10 de octubre de 2020

Locura (qué juventud)

El psiquiatra no me dijo que estoy loco. Para no insultarme a la cara, quizá. Pero oí cómo lo gritaba. ¿Por qué tienen que gritar tanto los psiquiatras?
La chica de la taquilla tampoco me dijo nada, pero me miró con cara rara, entre sorprendida y asustada. Lo sé, aunque apenas vi su cara, sólo veía la mía, que el espejo reflejaba.
Pero en el metro, en el metro sólo tuve la compañía de las cucarachas, que me miraban y se reían con disimulo. Tan inteligentes ellas, las cucarachas.
Al final lo supe cuando llegué a casa. Mis hermanos me esperaban, como siempre, con la ropa blanca, y me llevaron a dormir a la cuna, toda blanca y acolchada.

La locura no es mala. La locura es tu amiga.
Siempre se ha contado entre mis mayores temores el de perder el contacto con la realidad, bien sea por dejarme llevar por los efectos de cualquier sustancia, incluido el alcohol, o de forma literal. Supongo que esa es mi relación con el alcohol: un cierto efecto de vértigo, de pánico y de atracción a la vez, de acercarme cada vez más al borde y jugar a hacer equilibrios.
Creo que esto me viene de cuando era pequeño, y en la tele ponían esas películas surrealistas (o las que a mí, a esa edad de inocencia me lo parecían). En algunas algún personaje se volvía loco y lo daban a entender porque siempre acababa chillando. Nunca pude soportar esos gritos, ni los de aquellas personas a las que torturaban. Todavía recuerdo una película (las obras de teatro que ofrecían por televisión también me parecían películas) en la que dos o tres personas, para cegar a alguien le vertían en los ojos algo que a mí, en la vieja tele en blanco y negro, me parecía tinta china. Y no lo olvidaré porque podía imaginar sentir las sensaciones que le llegaban a esa persona, pero sobre todo porque no podía soportar oír cómo gritaba. Esperaba siempre con el corazón encogido que terminara cuanto antes la escena.

Desde entonces jamás he soportado los chillidos; tampoco los ruidos fuertes, especialmente si son agudos. Y me producen un pánico atroz las personas que, drogadas o idas, demuestran seguir unos hilos que nadie más hila.

domingo, 5 de julio de 2020

La oscuridad latente

Sabes que eres viejo cuando una situación anodina te hace rememorar alguno de tus peores momentos.

Salí el otro día para que le cambiaran la pila a un reloj. El establecimiento lo atendía un mujer más joven que yo, y tras el mostrador la acompañaban dos niños que me parecieron tener una edad parecida. No tuve que fijarme mucho en ellos, que no me quitaban ojo de encima, para darme cuenta de que parecían tener personalidades equiparables a las de mi hermano y la mía, cuando teníamos su edad: uno, más callado y tranquilo; el otro, inquieto, no perdía detalle de la más nimia operación que hacía su madre.

No sé cómo salió en la conversación, pero la mujer me indicó que eran gemelos, y que aunque parecían. No obstante, ya no se apartó de mí la memoria de mi propia época. Mi hermano y yo ya éramos adolescentes la última vez que peleamos físicamente. No recuerdo cómo empezó todo; imagino que, como siempre, a él le pareció divertido picarme dándome en el cuerpo un puñetazo que a él le parecía leve, pero que a mí me causaba un dolor irritante. Eso me hacía reaccionar y devolverle un golpe que, dada mi menor fuerza, solía procurar llevar mayor intensidad.

El caso es que en aquella ocasión, sin saber cómo, acabamos sobre la cama; sólo recuerdo que yo estaba encima de él, y que mis manos apretaban su cuello intentando estrangularle. Pero aquella vez era de verdad. De pronto fui consciente de todo el odio que había en mí. Aunque mis manos nunca tuvieron fuerza para estrangularle, no me escandalizó la posibilidad de hacerlo; ni siquiera mi intenso y sincero de hacerlo. Me escandalizó, simplemente, el verme capaz de sentir un odio (¿rabia, quizás?) tan profundo.

La verdad es que tampoco soy capaz de recordar si aquello terminó con mi desistimiento, o si él aprovechó su liberación para estrangularme y hacerme vez el dolor (¿miedo?) que aquello producía. Extrañamente en mí, si fue así (si no estoy confundido con otra ocasión), el dolor no me importó; y no tenía miedo. Sólo pesaba en mí la vileza de mis sentimientos.

Desde entonces, yo que nunca he peleado físicamente con alguien, no he vuelto a hacerlo. Ni siquiera cuando un revisor de la RENFE (o de Adif), creyéndome borracho o drogado, intentó hacerme caer al suelo. Obviamente, me resistí, pero ni traté de devolverle los empellones, y mucho menos de golpearle.

Sin embargo, sé que esa bestia oscura que hay en mí, sigue ahí, esperando a que mi voluntad decaiga y vuelva a tomar el control, aunque sólo sea por un instante. Supongo que ser bueno no consiste tanto en procurar ser un santo, sino más bien en procurar no ser una mala persona. Y al menos físicamente, creo que no he vuelto a serlo desde entonces.

viernes, 5 de junio de 2020

León Felipe

Cuando yo tenía unos doce años, mi hermano tuvo que hacer un trabajo para clase sobre la evolución. Por aquel entonces no sabíamos de la existencia de la biblioteca municipal, si es que por entonces ya existía, y nuestro único recurso era la biblioteca del colegio, que aun habiendo sido privado (reconvertido a concertado más o menos por entonces), contaba con un catálogo muy corto.

Las librerías habituales eran caras, y solían contar con literatura clásica, infantil o, en todo caso, técnica, pero sólo para los estudios más habituales por entonces: ingeniería de minas, automoción, química, y poco más.

Así pues, un día fuimos mi hermano y yo con mi padre a buscar un libro que le ayudara, a una librería abierta muy recientemente por un amigo suyo: Juan Antonio.

Nos acercamos a un sencillo portal sin escaparates, y entramos así por primera vez en la librería “León Felipe”. Sumido en la ignorancia no comprendí por qué el negocio, en el caso de llamarse como una persona, no tenía el nombre del dueño; tampoco sabía quién era aquel señor de rimbombante denominación, y no lo supe hasta que mi hermano mencionó algo así como que León Felipe era un poeta un poco… Los puntos suspensivos eran la expresión más común entre los oprimidos del franquismo para indicar que era un nombre prohibido, con lo que se daba a entender una idea de antifranquismo extremo, o represaliado de alguna forma severa.

El local era muy pequeño; creo que habría cabido de sobra, o casi, en lo que entonces era nuestro oscuro comedor. Sólo había cuatro estanterías pequeñas con algunos libros, ocupando las paredes, y una mesa-mostrador-expositor en la que se veían, si no recuerdo mal, algún cuento infantil, instrumentos escolares de escritura (lápices, borradores, sacapuntas), y algunos libritos de recortables “para niñas”, esto es, con muñecas dibujadas acompañadas de diversos vestidos igualmente impresos.

No recuerdo muy bien al dueño; sólo que no era muy alto, ni muy delgado ni muy grueso, y llevaba una gafas metálicas finas con cristales delgados. Lo que sí se me grabó en la memoria es que siempre llevaba la cabeza muy pelada, como al uno o al dos, y que hablaba como si tuviera prisa o intención de contarte cualquier otra cosa. Luego, ya en casa, supe que había sido perseguido duramente por el régimen, y que aún no se sentía muy a salvo.

Como si hubiera estado esperando nuestra visita, no tardó en sacarnos un librito de esos que se llaman de bolsillo, con la portada azul vivo y unas siluetas en rojo y negro de las tres o cuatro fases básicas por las que pasó el perfil de la figura humana.

Creo que ese fue mi primer contacto serio con la verdadera ciencia, fuera de los libros de texto. En cuanto a Juan Antonio, le visitamos algunas veces para llevarnos pequeños tesoros: un diccionario enciclopédico en dos tomos, literatura clásica (si no me confunde la memoria) como algunas obras de Buero Vallejo o mi querido “Platero y yo”, o mi alma “El Principito”…

Un día hallamos el local cerrado. De Juan Antonio no supimos mucho más, hasta que algunos meses después nos enteramos de que había muerto. Quizá un cáncer…

De la “León Felipe” volvimos a saber años más tarde, cuando abrió en otra ubicación, con otro aire, más parecido al León Felipe verdadero, aunque no sé yo si tan republicano...

sábado, 23 de mayo de 2020

No me toquéis la corbata

Me encantan las corbatas. De niño fue una experiencia entre la incomodidad de ajustar a mi cuello un extraño complemento y el subidón de verme revestido con aquella tela adornando mi torso, a semejanza de los hombres adultos. Aunque por entonces no necesitaba nudo, ya que la corbata consistía solamente en una lengua de tela (no recuerdo si doble o sencilla), unida a una banda de goma blanca, de sección redonda creo recordar, lo cual a mi parecer aumentaba la sensación de asfixia.

Después, en mi adolescencia, no hubo más corbatas salvo una austera cuya tela tenía un tacto desagradable, un tanto basto; naturalmente, siempre sólo en ocasiones especiales. Creo que había pasado ya la mayoría de edad cuando me llegó la primera “de adulto”: azul con un entramado de azules, blancos y matices levemente purpúreos. Si no recuerdo mal, fue para una boda.

Ah, pero aquella que me robó el corazón… Había ido con mis padres a una de sus tiendas de ropa habituales para comprar algo; pantalones o un chaquetón para mi padre, creo recordar. Mientras esperaba un tanto aburrido a que concluyeran la compra, en el muestrario de corbatas una me llamó la atención. Sobre un vivo tono morado, una Luna menguante en la que un pequeño monigote de formas sencillas, casi de viñeta de tebeo, vestido de rojo y luciendo una corona roja, barría con su escoba la superficie lunar, lanzando al firmamento pequeñas virutas brillantes que iban tomando posiciones en aquel fondo morado. Me pareció una encantadora alegoría del anochecer, y no sé si, contrariamente a mi costumbre, me atreví a pedirla, o si alguien observó mi vivo interés en ella (quizá un empleado) y me fue imposible disimular mi ansia por tenerla.

Desde entonces busqué siempre la corbata que mejor combinara con las otras prendas, y creo que lo hice bastante bien. E incluso pasados los años, me lancé a descifrar el nudo maldito y sólo me llevó poco más de un día, quizá dos, de pacientes pruebas alcanzar otro logro en un mundo, el de los nudos, que siempre me había resultado jeroglífico.

Actualmente no soy usuario habitual de corbatas. Ya se me pasó la época en la que tenía interés en lucirlas con una chaqueta o equivalente, pero sigo sintiendo la misma admiración casi artística por ellas. Es por eso que cuando se empezó a comentar, a raíz de esto del coronavirus, que se estaba pensando en prescindir de esa prenda, me sentí ofendido personalmente. De modo que escribo esto, no para dejarme llevar por un amor irracional hacia la prenda, sino para que, en caso de desterrarla de la vestimenta habitual, se incluyan en el mismo saco otros elementos y características de la indumentaria, así masculina como femenina.

Por tanto, si realmente se plantean eliminar las corbatas por lo del coronavirus, deberían prohibirse igualmente y por motivos similares, tirantes; sombreros, gorras y similares y, por extensión, todo tipo de tocados para el cabello (incluyendo las peinetas); pañuelos de tela (incluyendo los que adornan el bolsillo pectoral de la chaqueta); fulares; mantones; mantillas; collares; sortijas y anillos; pulseras, muñequeras y esclavas; medallas…

Esto es, todos aquellos elementos que, no siendo necesarios, suponen un instrumento para el cosechado de virus y otros elementos patógenos, y que no suelen lavarse con la asiduidad de la ropa común. Elementos como las bufandas, que se pueden utilizar de distintas maneras, supondrían también un riesgo, aunque mayor o menos según el uso que se hiciera de ellas. O las bragas, esa prenda que puede cubrir el cuello, la cara o incluso parte del cabello.

También podría alegar que se obligase a lavar todo este tipo de prendas tras cada uso, pero ¿no sería esa una manera estúpida de derrochar agua, precisamente en una época en que se nos viene advirtiendo que el agua potable va a ser cada vez más escasa?

Finalmente, la conclusión a la que llego es que tenemos que actuar con inteligencia, de cara a un futuro en el que según parece podríamos afrontar más pandemias incluso peores que ésta, amén de obrar con sensatez y prudencia en el uso de los recursos naturales. Y todo ello sin olvidar ejercer un ineludible control práctico sobre la acción de quienes administran los bienes públicos.

sábado, 9 de mayo de 2020

Del río al ataúd

En una época en que era tan niño que los únicos recuerdos que tengo provienen de escenas comentadas una y otra vez en familia, la mía, que por entonces sólo contaba con cuatro miembros, hizo dos excursiones a la no muy lejana sierra de Cazorla, junto a otros parientes. Sólo hay tres escenas clavadas en mi memoria por efecto de aquellas remembranzas tempranas.

En una mi hermano intenta llenar con la fresca agua del Guadalquivir recién nacido un jarrito azul o su equivalente de mi propiedad, verde. En otra el agua se descuelga cual fresco cortinaje, sobre la roca, desde una altura que con aquel tamaño mío se me antojaba colosal. En la tercera escena, que es prácticamente un recuerdo prestado por mi hermano, caminamos por una ladera muy empinada, cuesta abajo, descendiendo hacia el río.

He soñado muchas veces con aquella excursión. Generalmente rememoraba aquella caminata en plena naturaleza, bajando entre el miedo a caer y la ansiedad por alcanzar el fondo, aquella atrayente senda del agua sobre y entre piedras pacientemente alisadas por la constancia de la caricia húmeda. Otras veces, en años muy posteriores, he tenido extraños sueños en los que una calle de aire familiar se retorcía hacia el río como si fuera una escalera de caracol. La ansiedad entonces era ver el agua y no poder beberla ni bañarme en ella. Curioso deseo, teniendo en cuenta que no sé nadar.

El caso es que el azar ha querido que entre las imágenes que guardo para usarlas como fondo de pantalla esté ahora una que cumple todos mis sueños de infancia y mis deseos, en esta penosa adultez de obesidad y torpeza: una rústica escalera de madera desciende hacia lo que parece ser un río profundo (para disfrutar del frescor y degustar el agua preferiría un río o riachuelo con poco fondo y mucha piedra, pero no se puede tener todo) de aguas tranquilas y sugerentemente refrescantes.

En estas semanas de semirreclusión lo que quizá más eche de menos sea volver a sentarme sin ninguna otra cosa que tiempo, junto a una pequeña corriente de agua saltarina, danzando entre las mudas piedras con su descarada frescura.

domingo, 26 de abril de 2020

Las Amistades Perdidas


La pared, de un blanco impoluto, tan llena de irregularidades que no había un solo fragmento liso que fuera mayor que la uña del meñique, seguía conservando un poco de aquel olor de la cal húmeda con que la habían pintado, aunque hacía ya casi un mes de aquello.
La araña seguía su camino, aparentemente al azar, plagado de paradas igualmente inesperadas y siguiendo luego la ruta o cambiándola por otra por razones cuyo origen siempre ignoré.
Era tan pequeña que sin darme cuenta me acerqué hasta que mi pecho casi llegaron a tocarse su blancura y la del algodón sin mangas. Quería ver mejor sus patas.
Y entonces me detuve; una especie de escalofrío viajó por la parte posterior de mis piernas, hasta los talones. Tuve la sensación de que la araña me miraba, y en mi enormidad ciclópea, comparado con ella, temí que me considerase una presa potencial. Retrocedí despacio sin apartar los ojos apenas un metro, giré y entré en la vivienda para hacer algo innecesario que olvidé muy pronto. Me entretuve con dos o tres tareas breves, insignificantes, improvisadas como el camino de la araña.
Cuando volví a salir ya no estaba… en el mismo sitio. Me costó un largo medio minuto localizarla a unos dos metros pared arriba, cerca del rincón más cercano del techado de la terraza. La frustración rivalizó con la tranquilidad de verla lejos, hasta que ganó definitivamente la primera. “Otra amistad perdida”, pensé suspirando. Y volví a entrar en casa para ver si mi hermano o mi madre me ofrecían un hueco donde olvidar...