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domingo, 26 de abril de 2020

Las Amistades Perdidas


La pared, de un blanco impoluto, tan llena de irregularidades que no había un solo fragmento liso que fuera mayor que la uña del meñique, seguía conservando un poco de aquel olor de la cal húmeda con que la habían pintado, aunque hacía ya casi un mes de aquello.
La araña seguía su camino, aparentemente al azar, plagado de paradas igualmente inesperadas y siguiendo luego la ruta o cambiándola por otra por razones cuyo origen siempre ignoré.
Era tan pequeña que sin darme cuenta me acerqué hasta que mi pecho casi llegaron a tocarse su blancura y la del algodón sin mangas. Quería ver mejor sus patas.
Y entonces me detuve; una especie de escalofrío viajó por la parte posterior de mis piernas, hasta los talones. Tuve la sensación de que la araña me miraba, y en mi enormidad ciclópea, comparado con ella, temí que me considerase una presa potencial. Retrocedí despacio sin apartar los ojos apenas un metro, giré y entré en la vivienda para hacer algo innecesario que olvidé muy pronto. Me entretuve con dos o tres tareas breves, insignificantes, improvisadas como el camino de la araña.
Cuando volví a salir ya no estaba… en el mismo sitio. Me costó un largo medio minuto localizarla a unos dos metros pared arriba, cerca del rincón más cercano del techado de la terraza. La frustración rivalizó con la tranquilidad de verla lejos, hasta que ganó definitivamente la primera. “Otra amistad perdida”, pensé suspirando. Y volví a entrar en casa para ver si mi hermano o mi madre me ofrecían un hueco donde olvidar...