La pared, de un blanco impoluto, tan llena de irregularidades que no
había un solo fragmento liso que fuera mayor que la uña del
meñique, seguía conservando un poco de aquel olor de la cal húmeda
con que la habían pintado, aunque hacía ya casi un mes de aquello.
La araña seguía su camino, aparentemente al azar, plagado de
paradas igualmente inesperadas y siguiendo luego la ruta o
cambiándola por otra por razones cuyo origen siempre ignoré.
Era tan pequeña que sin darme cuenta me acerqué hasta que mi pecho
casi llegaron a tocarse su blancura y la del algodón sin mangas.
Quería ver mejor sus patas.
Y entonces me detuve; una especie de escalofrío viajó por la parte
posterior de mis piernas, hasta los talones. Tuve la sensación de
que la araña me miraba, y en mi enormidad ciclópea, comparado con
ella, temí que me considerase una presa potencial. Retrocedí
despacio sin apartar los ojos apenas un metro, giré y entré en la
vivienda para hacer algo innecesario que olvidé muy pronto. Me
entretuve con dos o tres tareas breves, insignificantes, improvisadas
como el camino de la araña.
Cuando volví a salir ya no estaba… en el mismo sitio. Me costó un
largo medio minuto localizarla a unos dos metros pared arriba, cerca
del rincón más cercano del techado de la terraza. La frustración
rivalizó con la tranquilidad de verla lejos, hasta que ganó
definitivamente la primera. “Otra amistad perdida”, pensé
suspirando. Y volví a entrar en casa para ver si mi hermano o mi
madre me ofrecían un hueco donde olvidar...