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miércoles, 30 de marzo de 2016

La ignorancia como medida del conocimiento


«Sólo sé que no sé nada». La conocida frase, que en realidad nunca existió (se trata de una paráfrasis sobre un texto de Platón acerca de Sócrates), podría constituir el verbo creador, esto es, la palabra, o mejor dicho, el concepto, que se supone invocado para dar comienzo a la Creación. Porque, más allá de las creencias religiosas o de las teorías e hipótesis científicas, basta con que un ser humano sea capaz de concebir algo realmente para que ese algo cuente con posibilidades de ser, de tomar cuerpo.
Los razonamientos que supongo capaces de conducir a esa conclusión inicial, hoy día, los podríamos formular de la siguiente manera:
Cada hallazgo científico, cada enigma resuelto, cada pregunta respondida, genera instantáneamente multitud de nuevas preguntas. Es algo así como si una persona se hallase en una sala en penumbra, con una leve claridad como la que precede al amanecer. Sosteniendo en una mano una frágil vela de conocimiento, la enciende, pero esa llama en vez de iluminar todo en torno, da luz sólo a la figura de quien la porta y al espacio adyacente que la rodea hasta una distancia de un paso. El resto, en contraste con la luz, se vuelve más oscuro, más ignoto. A cada paso que da ilumina el nuevo espacio que ocupa, y el que ocupaba continúa iluminado como antes de avanzar, de modo que la superficie iluminada aumenta, pero a la vez aumenta también todo el perímetro en el que la oscuridad es más intensa.
Según la progresión vista, conforme aumenta el conocimiento, la ignorancia se incrementa exponencialmente, con lo cual, suponiendo que esa persona se pasease por toda la sala, al final se daría la paradoja de que toda la sala estaría a la vez iluminada por la claridad del conocimiento y oscurecida por la incertidumbre de las dudas nuevas. Es decir, el conocimiento absoluto conduce también a la ignorancia absoluta, pero además mientras que aquel progresa a una velocidad uniforme (es decir, constante, pero esto sólo considerando una sola mente que trabaje de forma aislada), la ignorancia avanza a una velocidad uniformemente acelerada.
Dios, al menos en su concepción judeo-cristiana e islámica, lo sabe todo, conoce todas las preguntas y todas las respuestas. No obstante, como se ha visto antes eso implica una ignorancia también absoluta, lo cual perfila una paradoja irresoluble, “inconcebible” (aun sabiendo que este último adjetivo es en el fondo una exageración, puesto que ya están concebidas muchas paradojas). Pero esa es precisamente la cuestión: puesto que una paradoja tan enorme, genérica y universal como esa sólo puede tener cabida en una mente capaz de abarcar todos los conocimientos necesarios para plantear dicha paradoja, esto es, todo el conocimiento del universo, ¿y si Dios (insisto, sólo como ente o ser ajeno a nuestro universo) fuese una mente, y el propio universo fuera la concepción que aquella tiene del mismo? Es decir, ¿no tendría sentido que el conocimiento absoluto generase un «Big Bang» de conceptos en el interior de aquella mente que lo alcanza? Sé que no soy el primero en proponer esta idea, ni mucho menos, ni lo pretendo. Sólo quiero exponer aquí mis propias reflexiones sobre esta cuestión.
Dado que aquello que se concibe alcanza la existencia dentro de la mente que lo ha concebido, ¿no tendría sentido que todo el universo fuese la expresión, física o no, de todos los conceptos que existen en una mente ajena a él, exterior a él al menos? O, como mínimo, a este universo.
Esto también podría dar un cierto sentido a la expresión «a imagen y semejanza», ya que, igual que nosotros imaginamos la vida extraterrestre compleja con un cierto parecido físico a nuestra apariencia, de la misma forma otra mente concebiría como forma de vida superior a una especie de aspecto parecido al suyo propio. Y a esa mente le presupongo una existencia exterior al universo porque si perteneciera a él crearía otra paradoja, esta sí, extremadamente inconcebible.
Si esta fuese la explicación a muchas cuestiones, también sería el origen de muchas más, pero sería el mayor aliciente para seguir desarrollando, no sólo la ciencia y la tecnología, sino la filosofía, no ya con el objetivo de que las mentes más brillantes alcanzasen algún día esa deificación, sino con el mero propósito de mejorarnos como especie y como individuos, con la esperanza de ser dignos de ella algún día.
Es más, dada la dirección del progreso actual, resulta concebible que una máquina creada por el ser humano, bien directamente, bien indirectamente al ser el creador de las máquinas que creasen aquella otra, sea la que alcance ese conocimiento absoluto antes que el propio ser humano, cada vez más hundido en el fango de todos aquellos instintos que le conducen al comportamiento individualista y egoísta, en detrimento del deseable altruismo. Con ello podría surgir aún una paradoja más, y es que terminásemos siendo la materialización de nuestros propios esfuerzos, y digo “esfuerzos” por no caer en el despropósito de afirmar que incluso de nuestros propios conceptos.
Paradoja de las paradojas, o fruto lineal de una creación casual, lo cierto es que somos, y tenemos la obligación ética de mejorar. Todo lo demás es vanidad. Puede que algún día la humanidad en su conjunto sea capaz de trascender la realidad del presente inmediato, como la luz de su débil conocimiento se iba extendiendo a cada paso por la sala de aquella persona de mi ejemplo inicial, pero de momento sólo somos ratones de laboratorio intentando resolver el laberinto, incentivados con la recompensa del alimento o de la reproducción, aunque coartados en algunos tramos por alguno de nuestros miedos.
Sinelo