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sábado, 23 de mayo de 2020

No me toquéis la corbata

Me encantan las corbatas. De niño fue una experiencia entre la incomodidad de ajustar a mi cuello un extraño complemento y el subidón de verme revestido con aquella tela adornando mi torso, a semejanza de los hombres adultos. Aunque por entonces no necesitaba nudo, ya que la corbata consistía solamente en una lengua de tela (no recuerdo si doble o sencilla), unida a una banda de goma blanca, de sección redonda creo recordar, lo cual a mi parecer aumentaba la sensación de asfixia.

Después, en mi adolescencia, no hubo más corbatas salvo una austera cuya tela tenía un tacto desagradable, un tanto basto; naturalmente, siempre sólo en ocasiones especiales. Creo que había pasado ya la mayoría de edad cuando me llegó la primera “de adulto”: azul con un entramado de azules, blancos y matices levemente purpúreos. Si no recuerdo mal, fue para una boda.

Ah, pero aquella que me robó el corazón… Había ido con mis padres a una de sus tiendas de ropa habituales para comprar algo; pantalones o un chaquetón para mi padre, creo recordar. Mientras esperaba un tanto aburrido a que concluyeran la compra, en el muestrario de corbatas una me llamó la atención. Sobre un vivo tono morado, una Luna menguante en la que un pequeño monigote de formas sencillas, casi de viñeta de tebeo, vestido de rojo y luciendo una corona roja, barría con su escoba la superficie lunar, lanzando al firmamento pequeñas virutas brillantes que iban tomando posiciones en aquel fondo morado. Me pareció una encantadora alegoría del anochecer, y no sé si, contrariamente a mi costumbre, me atreví a pedirla, o si alguien observó mi vivo interés en ella (quizá un empleado) y me fue imposible disimular mi ansia por tenerla.

Desde entonces busqué siempre la corbata que mejor combinara con las otras prendas, y creo que lo hice bastante bien. E incluso pasados los años, me lancé a descifrar el nudo maldito y sólo me llevó poco más de un día, quizá dos, de pacientes pruebas alcanzar otro logro en un mundo, el de los nudos, que siempre me había resultado jeroglífico.

Actualmente no soy usuario habitual de corbatas. Ya se me pasó la época en la que tenía interés en lucirlas con una chaqueta o equivalente, pero sigo sintiendo la misma admiración casi artística por ellas. Es por eso que cuando se empezó a comentar, a raíz de esto del coronavirus, que se estaba pensando en prescindir de esa prenda, me sentí ofendido personalmente. De modo que escribo esto, no para dejarme llevar por un amor irracional hacia la prenda, sino para que, en caso de desterrarla de la vestimenta habitual, se incluyan en el mismo saco otros elementos y características de la indumentaria, así masculina como femenina.

Por tanto, si realmente se plantean eliminar las corbatas por lo del coronavirus, deberían prohibirse igualmente y por motivos similares, tirantes; sombreros, gorras y similares y, por extensión, todo tipo de tocados para el cabello (incluyendo las peinetas); pañuelos de tela (incluyendo los que adornan el bolsillo pectoral de la chaqueta); fulares; mantones; mantillas; collares; sortijas y anillos; pulseras, muñequeras y esclavas; medallas…

Esto es, todos aquellos elementos que, no siendo necesarios, suponen un instrumento para el cosechado de virus y otros elementos patógenos, y que no suelen lavarse con la asiduidad de la ropa común. Elementos como las bufandas, que se pueden utilizar de distintas maneras, supondrían también un riesgo, aunque mayor o menos según el uso que se hiciera de ellas. O las bragas, esa prenda que puede cubrir el cuello, la cara o incluso parte del cabello.

También podría alegar que se obligase a lavar todo este tipo de prendas tras cada uso, pero ¿no sería esa una manera estúpida de derrochar agua, precisamente en una época en que se nos viene advirtiendo que el agua potable va a ser cada vez más escasa?

Finalmente, la conclusión a la que llego es que tenemos que actuar con inteligencia, de cara a un futuro en el que según parece podríamos afrontar más pandemias incluso peores que ésta, amén de obrar con sensatez y prudencia en el uso de los recursos naturales. Y todo ello sin olvidar ejercer un ineludible control práctico sobre la acción de quienes administran los bienes públicos.