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miércoles, 2 de junio de 2021

La Revelación

 

Ninguna intención tenía, salvo la de salir como solía, para buscar flores e insectos brillantes y coloridos bajo la luz del sol, y quizá tomar alguna fotografía en la que recoger esa siempre imperfecta imagen de las cámaras en comparación con la realidad; un suficiente recordatorio de uno de esos momentos, de un sentimiento efímero que ningún soporte, analógico o no, es capaz de registrar con la suficiente fidelidad, y mucho menos con una satisfactoria plenitud.

Mi hambre de explorar me llevó más allá, mucho más allá de los habituales confines de mis paseos, y me vi de pronto desorientado, mirando a mi alrededor, en un entorno en el que apenas era capaz de reconocer el mismo camino por el que había llegado. Como el sendero, negligentemente asfaltado, se adentraba entre las hierbas y los jaramagos, palpé la cantimplora, resoplé con resignación, y me animé a continuar hacia adelante.

En un momento que no sabría precisar, caí en la cuenta de que el recorrido se volvía aparentemente circular; pero no, puesto que la pendiente se elevaba levemente a cada paso. No obstante no tenía uno la sensación de escalar la rampa de una torre, sino más bien de circundar un prado; agotada el agua, y borrada la memoria de la suma de mis pasos, no supe hacer otra cosa que encomendarme al diablo y tratar de completar la ruta.

Girando siempre a mi izquierda, en la curva más cerrada y empinada, tropecé de pronto con un viejo banco oxidado al que apenas le quedaba un poco de pintura marrón oscuro. Plantado en medio del camino parecía el final más conveniente para un trazado tan irracional.

Cansado, me senté. Noté que miraba hacia poniente, justo a la hora en la que el señor Sol levantaba su sombrero para decir su último adiós de la jornada a las nubes blandas, que empezaban a cambiar el esplendoroso vestido del día por el oscuro traje de noche.

Suspiré, y dejé la mente en blanco.

De pronto, haciendo memoria caí en la cuenta de que los recuerdos de nuestra vida anterior debían de sumar apenas un diez por ciento del total, entre ellos una porción de vivencias ni buenas ni malas, simplemente cotidianas; y éstos se les podría añadir una cantidad doble de recuerdos viciados, distorsionados por distintos motivos, y aún de entre ellos seguramente una parte no despreciable la constituían sueños y ensoñaciones que hubiéramos querido ver realizarse; es decir, la mayoría de nuestra vida cae en el olvido más absoluto, por más que dediquemos a veces horas o días en prestar atención a los muchos asuntos inanes que llenan improductivamente nuestro tiempo.

Miré entonces mis manos, y me pregunté cuál era su utilidad. Me descalcé, e hice lo propio con los pies. Desnudo, reflexioné sobre la del resto de mi cuerpo, y me dije: “olvido”.

Desperté como siempre, pero supe que ya nunca más me parecería importante ninguna actividad, ninguna persona, ningún lugar… “Olvido”, me dije, y desnudo salí a la calle, sin destino ni intención.