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jueves, 1 de noviembre de 2018

Bares


Todo el mundo mitifica los bares –ya sean de tapas, cafeterías, de copas, o los más sencillos, multiusos, que todavía pueblan las zonas humildes–, o incluso los pubs. Los primeros, como centros de socialización familiar, lugares que ejercen la función de ágora, de plaza pública donde poner en común las vidas vulgares de la gente normal. Sitios en los que se mascan la política y el fútbol mezclados con tragos de aguada televisión o de series y programas donde actores sin formación ni vergüenza, pero bien pagados, juegan a ser ellos mismos para sorprendernos y escandalizarnos y hacernos sentir como ellos. Los bares han inspirado canciones, películas, series de televisión y personajes de todo tipo y condición.
Compartiendo sus orígenes con los anteriores, los bares de copas y pubs se nos suelen presentar también como espacios de una cierta mistificación en los que dos personas solitarias que generalmente chapotean en alcohol se miran a los ojos y, reconociendo en los del otro la soledad propia, se abrazan para no ahogarse y poder sobrevivir hasta que amanezca.
Mi periodo de náufrago fue corto pero pródigo en lecciones, y tengo una para vosotros que nadie conoce. Los bares, que tan bien huelen a diversión y la hora de cerrar, cuando aún resuenan los ecos de la música y el tumulto, a primera hora, cuando abren, están tan enfermos que casi huelen a vómito. Ya sea a primera hora de la mañana, cuando abren para que el obrero se saque del estómago el vértigo con un sorbo de café, o a primera hora de la tarde, cuando los aspirantes a borrachos se dejan caer como quien no quiere la cosa por los alrededores de su local favorito, los suelos vacíos lloran como un alma débil esperando a su cita; el aire semeja el aliento espeso del encamado febril; y las mesas vacías son huesos expuestos en una fractura abierta.
Cuando el primer cliente llega, sin embargo, todo empieza a sanar, aunque lentamente, de tal modo que si toma un café rápido y se va, el local se repone poco a poco, como el miserable apalizado al que recuperar la verticalidad le lleva varios dolorosos minutos de estratégicos cambios de postura. Pero si el cliente decide tomarse un tiempo entonces el local, niño caprichoso que se sale con la suya, deja de llorar y sonríe, y vuelve a jugar como si nada.

domingo, 15 de julio de 2018

Chicote ya no disimula


En 2007 tuve la ocasión de hacer un curso de cocina. Hasta entonces todo mi contacto con el medio se había limitado a, como mucho, cocer un algún huevo o freír unas salchichas con tomate frito de bote. No tardé en darme cuenta de que mi experiencia en un laboratorio químico durante mis estudios tenía muchos paralelismos con la forma en que cocinábamos en el curso, incluyendo el funcionamiento de las instalaciones.
Además, no hace mucho descubrí la moda del ASMR y ésta me trajo el recuerdo del agrado que me producía oír a otras personas comiendo, masticando, mascujeando incluso (esto es, masticando de manera sonora y grosera).
Cuando empezó la emisión de “Pesadilla en la Cocina”, el programa de Alberto Chicote, al principio me sentí atraído por los dramas con final feliz que escenificaban. Uno podía sentir simpatía, empatía o hasta antipatía, en diversos grados la primera y la última, hacia cada uno de los personajes que se le mostraban en cada episodio.
Después de dos temporadas el repetitivo formato, invariablemente idéntico en prácticamente todos los programas, ha llegado a ser cansino, pero aún me resulta fácil reírme de y enfadarme con las llamativas personalidades de esos propietarixs, cocinerxs y camarerxs que se exhiben. Me gusta ver las reformas que el programa hace en cada local (las cuales algunos propietarios aprovechan para hacer una limpieza a fondo, sin duda); no obstante, mi trance favorito del programa sigue siendo esos minutos que Chicote dedica a probar la comida del local haciendo sus teatrales críticas acompañadas ocasionalmente de ocurrentes metáforas que le dan un toque casi literario al texto hablado.
Ya en alguna ocasión oí al mismo Chicote comentar que algunos de los locales por los que el programa había pasado, terminaron cerrando. Últimamente, mientras veo el programa he consultado por Internet el estado actual del local correspondiente, y en esta última y breve temporada me ha sorprendido que varios de los locales estaban permanentemente cerrados, por lo que a los dueños de los diversos locales afectados no les sirvió de mucho la ayuda del programa, en ningún sentido.
Hubo un programa (no recuerdo cuál) en el que el resultado de mi búsqueda me informó de que el local, no sólo había cerrado, sino que se anunciaba su traspaso totalmente reformado (claro, con las reformas de “Pesadilla...”).
Sin embargo, el programa del pasado 11 de julio, último de esta temporada, rizó el rizo. El propio programa debía de saber que el local no tendría salvación, y se esmeraron tan poco en las reformas que, en un mapamundi que pintaron en una de las paredes, el cual incluía islas como Madagascar, Japón, las Canarias y otras islas pequeñas, se les olvidó incluir las islas británicas; ni siquiera las dos principales aparecían ¡Una de las naciones más importantes del mundo desde antiguo! Tela. Menudo despiste.
No sé yo si habrá una nueva temporada de “Pesadilla en la Cocina”, pero muy a mi pesar seguramente volveré a engancharme a causa de esos minutos en los que Chicote nos muestra algunas de las elaboraciones y las prueba, con su personalísimo estilo.