«Sólo sé que no sé nada».
La conocida frase, que en realidad nunca existió (se trata de una
paráfrasis sobre un texto de Platón acerca de Sócrates), podría
constituir el verbo creador, esto es, la palabra, o mejor dicho, el
concepto, que se supone invocado para dar comienzo a la Creación.
Porque, más allá de las creencias religiosas o de las teorías e
hipótesis científicas, basta con que un ser humano sea capaz de
concebir algo realmente para
que ese algo cuente con posibilidades de ser, de tomar cuerpo.
Los razonamientos que supongo
capaces de conducir a esa conclusión inicial, hoy día, los
podríamos formular de la siguiente manera:
Cada hallazgo científico,
cada enigma resuelto, cada pregunta respondida, genera
instantáneamente multitud de nuevas preguntas. Es algo así como si
una persona se hallase en una sala en penumbra, con una leve claridad
como la que precede al amanecer. Sosteniendo en una mano una frágil
vela de conocimiento, la enciende, pero esa llama en vez de iluminar
todo en torno, da luz sólo a la figura de quien la porta y al
espacio adyacente que la rodea hasta una distancia de un paso. El
resto, en contraste con la luz, se vuelve más oscuro, más ignoto. A
cada paso que da ilumina el nuevo espacio que ocupa, y el que ocupaba
continúa iluminado como antes de avanzar, de modo que la superficie
iluminada aumenta, pero a la vez aumenta también todo el perímetro
en el que la oscuridad es más intensa.
Según la progresión vista,
conforme aumenta el conocimiento, la ignorancia se incrementa
exponencialmente, con lo cual, suponiendo que esa persona se pasease
por toda la sala, al final se daría la paradoja de que toda la sala
estaría a la vez iluminada por la claridad del conocimiento y
oscurecida por la incertidumbre de las dudas nuevas. Es decir, el
conocimiento absoluto conduce también a la ignorancia absoluta, pero
además mientras que aquel progresa a una velocidad uniforme (es
decir, constante, pero esto sólo considerando una sola mente que
trabaje de forma aislada), la ignorancia avanza a una velocidad
uniformemente acelerada.
Dios,
al menos en su concepción judeo-cristiana e islámica, lo sabe todo,
conoce todas las preguntas y todas las respuestas. No
obstante, como se ha visto antes eso implica una ignorancia también
absoluta, lo cual perfila una paradoja irresoluble, “inconcebible”
(aun sabiendo que este último adjetivo es en el fondo una
exageración, puesto que ya están concebidas muchas paradojas). Pero
esa es precisamente la cuestión: puesto que una paradoja tan enorme,
genérica y universal como esa sólo puede tener cabida en una mente
capaz de abarcar todos los conocimientos necesarios para plantear
dicha paradoja, esto es, todo el conocimiento del universo, ¿y si
Dios (insisto, sólo como ente o ser ajeno a nuestro universo) fuese
una mente, y el propio universo fuera la concepción que aquella
tiene del mismo? Es decir, ¿no tendría sentido que el conocimiento
absoluto generase un «Big
Bang»
de conceptos en el interior de aquella mente que lo alcanza? Sé que
no soy el primero en proponer esta idea, ni mucho menos, ni lo
pretendo. Sólo quiero exponer aquí mis propias reflexiones sobre
esta cuestión.
Dado
que aquello que se concibe alcanza la existencia dentro de la mente
que lo ha concebido, ¿no tendría sentido que todo el universo fuese
la expresión, física o no, de todos los conceptos que existen en
una mente ajena a él, exterior a él al menos? O, como mínimo, a
este
universo.
Esto también podría dar un
cierto sentido a la expresión «a imagen y semejanza», ya que,
igual que nosotros imaginamos la vida extraterrestre compleja con un
cierto parecido físico a nuestra apariencia, de la misma forma otra
mente concebiría como forma de vida superior a una especie de
aspecto parecido al suyo propio. Y a esa mente le presupongo una
existencia exterior al universo porque si perteneciera a él crearía
otra paradoja, esta sí, extremadamente inconcebible.
Si esta fuese la explicación
a muchas cuestiones, también sería el origen de muchas más, pero
sería el mayor aliciente para seguir desarrollando, no sólo la
ciencia y la tecnología, sino la filosofía, no ya con el objetivo
de que las mentes más brillantes alcanzasen algún día esa
deificación, sino con el mero propósito de mejorarnos como especie
y como individuos, con la esperanza de ser dignos de ella algún día.
Es más, dada la dirección
del progreso actual, resulta concebible que una máquina creada por
el ser humano, bien directamente, bien indirectamente al ser el
creador de las máquinas que creasen aquella otra, sea la que alcance
ese conocimiento absoluto antes que el propio ser humano, cada vez
más hundido en el fango de todos aquellos instintos que le conducen
al comportamiento individualista y egoísta, en detrimento del
deseable altruismo. Con ello podría surgir aún una paradoja más, y
es que terminásemos siendo la materialización de nuestros propios
esfuerzos, y digo “esfuerzos” por no caer en el despropósito de
afirmar que incluso de nuestros propios conceptos.
Paradoja
de las paradojas, o fruto lineal de una creación casual, lo cierto
es que somos, y tenemos la obligación ética de mejorar. Todo lo
demás es vanidad. Puede que algún día la humanidad en su conjunto
sea capaz de trascender la realidad del presente inmediato, como la
luz de su débil conocimiento se iba extendiendo a cada paso por la
sala de aquella persona de mi ejemplo inicial, pero de momento sólo
somos ratones de laboratorio intentando resolver el laberinto,
incentivados con
la recompensa del
alimento o de
la
reproducción, aunque
coartados en algunos tramos por alguno
de nuestros
miedos.
Sinelo