Todo el mundo mitifica los bares –ya sean de tapas, cafeterías, de
copas, o los más sencillos, multiusos, que todavía pueblan las
zonas humildes–, o incluso los pubs. Los primeros, como centros de
socialización familiar, lugares que ejercen la función de ágora,
de plaza pública donde poner en común las vidas vulgares de la
gente normal. Sitios en los que se mascan la política y el fútbol
mezclados con tragos de aguada televisión o de series y programas
donde actores sin formación ni vergüenza, pero bien pagados, juegan
a ser ellos mismos para sorprendernos y escandalizarnos y hacernos
sentir como ellos. Los bares han inspirado canciones, películas,
series de televisión y personajes de todo tipo y condición.
Compartiendo sus orígenes con los anteriores, los bares de copas y
pubs se nos suelen presentar también como espacios de una cierta
mistificación en los que dos personas solitarias que generalmente
chapotean en alcohol se miran a los ojos y, reconociendo en los del
otro la soledad propia, se abrazan para no ahogarse y poder
sobrevivir hasta que amanezca.
Mi periodo de náufrago fue corto pero pródigo en lecciones, y tengo
una para vosotros que nadie conoce. Los bares, que tan bien huelen a
diversión y la hora de cerrar, cuando aún resuenan los ecos de la
música y el tumulto, a primera hora, cuando abren, están tan
enfermos que casi huelen a vómito. Ya sea a primera hora de la
mañana, cuando abren para que el obrero se saque del estómago el
vértigo con un sorbo de café, o a primera hora de la tarde, cuando
los aspirantes a borrachos se dejan caer como quien no quiere la cosa
por los alrededores de su local favorito, los suelos vacíos lloran
como un alma débil esperando a su cita; el aire semeja el aliento
espeso del encamado febril; y las mesas vacías son huesos expuestos
en una fractura abierta.
Cuando el primer cliente llega, sin embargo, todo empieza a sanar,
aunque lentamente, de tal modo que si toma un café rápido y se va,
el local se repone poco a poco, como el miserable apalizado al que
recuperar la verticalidad le lleva varios dolorosos minutos de
estratégicos cambios de postura. Pero si el cliente decide tomarse
un tiempo entonces el local, niño caprichoso que se sale con la
suya, deja de llorar y sonríe, y vuelve a jugar como si nada.