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miércoles, 9 de noviembre de 2016

Humanidad Inmadura



Como técnico químico, según reza en mi viejo título de la antigua formación profesional de segundo grado, me maravilla la manera en que las partículas subatómicas interactúan para formar sustancias diferentes. De una forma similar, no deja de sorprenderme cada nueva revelación acerca de cómo una serie de sustancias inertes interactuaron para dar lugar a un individuo que adquirió la capacidad de hacer duplicados de sí mismo, para, con el tiempo, hacerse cada vez más complejo y transformarse en un ser que se nutría (alimentación y respiración) de las sustancias químicas de su entorno. Una vez transcurridos cientos de millones de años, la variedad de formas de vida que pueblan o han poblado este planeta es fascinante e inimaginable, pero esto último no en tan colosal grado como la cantidad de individuos que aquellas antiguas sustancias inertes han llegado a generar.
La interrelación de unos individuos con otros y con su entorno, eso denominado hábitat, es también diverso y cambiante, y la red de hábitats que se ha creado en la Tierra es de tal extensión y complejidad que se relacionan entre sí algunos de ellos, y su vez todo el conjunto, hábitats, especies e individuos, se relacionan con el planeta como si éste fuese otro ser vivo más que permitiera desarrollarse vida ajena en su seno. Es más, mientras que el centro del planeta sigue siendo una gran bola de rocas incandescentes, la corteza se ha convertido en una suerte de macroecosistema que interactúa con todos los seres vivos, influyendo sobre ellos pero también sufriendo cambios a causa de ellos, especialmente en sus capas más sensibles, como son la atmósfera y la hidrosfera.
Las tribus que consideramos primitivas, tanto aquellas que sobrevivían en América como en el África más inexplorada y en Oceanía antes del mal llamado Descubrimiento, solían considerarse parte de la naturaleza, lo cual es completamente cierto a todos los efectos, por más moderna y tecnológica que sea la transformación que hemos perpetrado en nuestro entorno. Ese punto de vista les llevaba a sentir tal respeto por los elementos naturales, esto es, agua, plantas, animales, e incluso la propia tierra, por no hablar de los astros, que algunos de ellos cuando cazaban daban las gracias o pedían perdón al animal cazado. Pero la consecuencia más trascendental de todo esto era que cada miembro de la tribu, cada individuo, aun viviendo al día, viviendo el presente, concebía que la solución a cada problema debía ser generosa, para satisfacer a todos los miembros de la tribu, y prudente, para no agravar el problema en el futuro ni crear problemas nuevos.
A partir de los siglos de la mecanización y la industrialización, esto es, del siglo XVII en adelante, con mayor énfasis a partir del XIX, y de manera más extrema y acelerada, del siglo XX, la capacidad del ser humano de influir en los hábitats en los que interviene, de modificarlos y, consciente o inconscientemente, de destruirlos, ha puesto sobre la mesa la necesidad de implementar medidas que permitan compaginar el, al parecer, imparable crecimiento de la población humana, y la gestión, esto es, explotación y distribución, de los recursos naturales.
La naturaleza, que cuenta con lo que podríamos llamar “mecanismos de control de plagas”, conforme la población ha ido en aumento ha puesto en marcha esos mecanismos para contener la proliferación de seres humanos, una especie con una capacidad creciente e incontrolable para modificar su entorno.
Como consecuencia de la complejidad de nuestras sociedades, la cual se debe sobre todo a la acumulación de personas en un mismo asentamiento, los individuos fueron delegando decisiones y, por tanto, una parte de sus responsabilidades respecto al cuidado de la tierra, en unos pocos dirigentes que accedían al puesto por los más diversos medios y con los más variados objetivos. Esa pérdida de contacto con las decisiones relativas al medio ambiente nos ha ido generando una creciente dependencia respecto de aquellas otras personas a las que pedimos que decidan por nosotros, nos ha ido, en cierto modo, infantilizando.
La confluencia de uno de aquellos mecanismos antiplagas y de esa infantilización del individuo, junto al rechazo a realidades duras, como la explotación masiva de ciertas especies animales, e inhumanas, como las guerras o la avaricia y egoísmo de muchas personas, pudo dar lugar a un amor exacerbado por los animales domésticos, que pronto se extendió al resto de animales. Ello dio origen a una nueva forma de vegetarianismo; ésta es una corriente que ha existido en diversas épocas y lugares, pero nunca con tan agresiva vehemencia, y que obvia que las plantas también son seres vivos y pueden sufrir el estrés causado por la explotación masiva aunque no lo muestren de forma tan obvia como los animales. Además el consumo exclusivo de vegetales se ha diversificado, generando sus diversas variantes. Finalmente, toda esta defensa de las demás especies animales ha dado lugar incluso a una defensa de los mismos cuya expresión más radical es el antiespecismo.
«El especismo», término nacido en 1970, «es la discriminación contra quienes no están clasificados como pertenecientes a una o más especies determinadas» (Wikipedia).
Así pues, los antiespecistas defienden la libertad y derechos plenos para todas las especies animales, lo cual choca frontalmente con las necesidades alimentarias y medicinales de la creciente población humana. ¿O están sugiriendo acaso que la población humana vuelva a reducirse, digamos, hasta los dos mil millones de habitantes? Porque en ese caso también habrían de explicar qué método se elegiría para exterminar a países enteros, así como de qué manera se elegiría a qué individuos exterminar. Pero incluso en el caso de que eso pudiera llevarse a cabo no cuentan con las catastróficas consecuencias de semejante acción: los puestos de trabajo sin cubrir, lo cual dejaría desatendidas grandes instalaciones industriales, agrícolas, ganaderas y mineras; las plagas derivadas de la acumulación de cadáveres humanos en descomposición; el incontrolado aumento de determinadas especies carroñeras, a las que se unirían jaurías de perros asilvestrados, que en poco tiempo recuperarían los instintos de sus antepasados lobos, unidos a sus conocimientos sobre nuestras costumbres y debilidades...
A mi entender se trata de un planteamiento, por tanto, que por una parte resulta infantil, al no explicar cómo se afrontarían entonces nuestras necesidades alimentarias, así como de productos medicinales (podríamos prescindir en todo caso de los cosméticos); y lo que es más, demuestran aún más infantilismo al no pensar en las consecuencias de liberar a los miles (quizá millones) de ejemplares que están encerrados en granjas, laboratorios, zoológicos, acuarios, etc., muchos de los cuales serían ya incapaces de vivir en libertad, con lo que algunas de esas especies llegarían sin duda a extinguirse. Por otra parte, tampoco nos explican qué solución se habría de aplicar a las plagas de roedores, aves o insectos que destrozan los cultivos e invaden incluso algunos hogares; o cómo afrontar la modificación de los ecosistemas autóctonos a causa de las llamadas “especies invasoras”.
Es cierto que el ser humano tiene la obligación de volver a aprender lo que significa la convivencia con la naturaleza; es cierto que, a causa de la dependencia que tenemos de ella, al formar parte de la misma, hemos de pensar métodos que nos permitan crear comunidades en las que la vida nos resulte cada vez más fácil, y que esos beneficios alcancen al conjunto de la población humana. Incluso a los animales de compañía, si se quiere. Pero no podemos perder de vista en ningún momento que el hambre de un individuo digno de formar parte de una comunidad humana, y he aquí un matiz importante sobre el que invito a reflexionar, es más importante que el bienestar de un animal de otra especie, siempre y cuando ambas cuestiones sean incompatibles y haya, por tanto, que optar por una de ellas.
Éstas y otras reflexiones son las que pretendo suscitar en mi libro “El Dilema de la Edad”, cuyo título, por engañoso, es un homenaje a la boa que se ha tragado un elefante, el dibujo número 1 que trazó el Principito. Es descargable gratuitamente desde varias direcciones:
Project Gutenberg: https://t.co/jnaxQDh1L3
World Library: https://t.co/8cap8MgH6a
School Library: https://t.co/n5EDMyxiKe
Mientras todos y cada uno de los individuos no recuperemos la capacidad de analizar los problemas de manera global y duradera, esto es, buscando soluciones que satisfagan a todos en la medida de lo posible y que no sean la causa, antes o después, de otros problemas, mientras sigamos dependiendo de las decisiones de unos pocos individuos para gestionar los recursos, tanto los naturales como los que se deben a la acción del ser humano, como la salud, el empleo, la formación, o la distribución de los suministros (alimentos, energía, etc.) seguiremos devastando y envenenando el planeta y, por ende, a nosotros mismos, hasta nuestra destrucción final.
Juan “Sinelo”