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sábado, 16 de enero de 2016

Esclavxs de unx yonqui



Cuando el ser humano comenzó a establecer asentamientos estables empezó a afrontar una situación nueva: la acumulación de posesiones. Obviamente, esas posesiones eran el fruto de la explotación de determinados recursos naturales, a los cuales se sometía a diversos procedimientos: darle forma, mezclarlos de distintas maneras, fragmentarlos, someterlos al fuego… Cuanto más complejo era el tratamiento o la obtención de las materias primas, más exclusiva resultaba su posesión.
En aquellas sociedades igualitarias, basadas en la comunidad, esa exclusividad significaba pasar a ser un bien no privado, a disposición de toda la comunidad, igual que ocurría cuando varias comunidades se unían para compartir un bien escaso: territorios de caza, manantiales de agua, vetas de mineral…
En cambio, en las sociedades jerarquizadas, se veía normal que si alguien encontraba un objeto peculiar, una piedra brillante, o de determinado color, por ejemplo, ese objeto pasase a ser propiedad de uso exclusivo de aquel individuo más destacado (el jefe o rey) o para quien se considerara más adecuada su posesión (el hechicero o sacerdote).
Las cosas comenzaron a complicarse cuando se idearon formas de riqueza, como el dinero, a las que se podía acceder mediante el trabajo, y en concreto, mediante trabajos que sólo requerían del propio cuerpo y poco más. Sé que a todo el mundo le vendrá a la mente la palabra "prostitución", pero no necesariamente. Ya en la Antigüedad había muchos oficios que no precisaban de otros aditamentos que la propia persona: criados (tal cual, o esclavos liberados), guías, intérpretes, e incluso seguramente algunas profesiones que hoy nos parecen inimaginables, inconcebibles, cuya naturaleza dependía de alguna cualidad que en su entorno resultaba extraña o curiosa. Por ejemplo, sabiendo en la actualidad que personas con alguna discapacidad psíquica tienen no obstante una asombrosa capacidad para contar objetos de un vistazo, e incluso para recordar su posición exacta, ¿no resultaría creíble pensar que las primeras personas que vieron en el firmamento nocturno algo más que una ingente maraña de puntos brillantes tuviera unas capacidades semejantes? Y ese es sólo un ejemplo (más o menos discutible, puesto que hablo desde la supina ignorancia) de las muchas cualidades peculiares que podían adornar a diferentes individuos desde tiempos prehistóricos. En la actualidad aún hay muchos más empleos cuya productividad se basa en el uso hábil del propio cuerpo, o bien de las habilidades intelectuales o sociales que se posean: relaciones públicas, comisionistas, masajistas, intérpretes de lengua de signos o de idiomas, etc.
Otro vuelco extraño ocurrió cuando lo poseído resultó ser tan artificioso y de tan limitada utilidad como el dinero, esto es, los títulos mobiliarios: acciones, letras de cambio, etc. El dinero ganado antiguamente con el mero trabajo propio se hallaba limitado a la capacidad y resistencia física, así como a la competencia que hubiese en dicha habilidad; en cambio, el comercio con valores (esto es, los bienes mobiliarios) cuyo precio puede variar incluso sin que se produzca un mercadeo real, un intercambio físico o de hecho un intercambio ni tan siquiera virtual, implica una peligrosa carencia de límites al comercio de la que una parte de la sociedad se beneficia ampliamente, autoabasteciéndose de un bien cuya única finalidad es revenderlo una y otra vez hasta el fin de los tiempos.
Esta última forma de comercio lleva a la creación de "burbujas" de cada vez más efímera existencia, mientras que el resto de la humanidad ve restringida su capacidad de generar riqueza primero por la disponibilidad del empleo, ya sea por cuenta ajena o propia, segundo por la competitividad a la que esté sometido dicho empleo, y tercero por la propia capacidad de generar beneficios dentro de los estrechos límites que la sociedad le impone. Dado que la sociedad en este caso se ha vuelto global, mundial, tanto para un grupo productor como para el otro, nos encontramos ante dos vehículos de características muy distintas: por una parte, un lento carromato que se va desgastando y empequeñeciendo con el tiempo, y el cual por una mera cuestión humanitaria se ve obligado a recoger por el camino cada vez a más personas que el otro ha dejado atrás; y por otro, un veloz bólido cuya potencia va aumentando exponencialmente al tiempo que su peso se va viendo reducido, acelerándose sin medida, sin control, y sin remordimientos.
Esta última forma de vida, surgida en tiempos relativamente modernos, se alimenta de burbujas que inflan sus beneficios a corto plazo, ajenas a las consecuencias colaterales que generan, al mal que hacen al resto del mundo. Pero ahora, una vez que ha empezado a nutrirse casi exclusivamente de esas burbujas (algo muy similar a lo que ha ocurrido con la música, el cine, la literatura y otros mercados que generan productos "efímeros"), se ve obligada a generarlas y consumirlas una y otra vez, sin fin, sin medida, como un yonqui que generase su propia droga pero que cada vez necesitara consumirla más a menudo y en mayores dosis.
La cuestión es: los del carromato, ¿vamos a dejar que esto siga funcionando así, de esta forma tan inhumana y descabellada, o vamos a hacer algo por remediarlo?
Sinelo
(si quieres saber más, lee "El Dilema de la Edad" https://t.co/b2osHLHLPd
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