El 15M fue la
consecuencia de un llamamiento interno que decidió a muchos ciudadanos a
participar de otra forma en las decisiones públicas. A su vez, también fue un
llamamiento a muchos otros ciudadanos para participar activamente, pero de una
manera más sencilla, fácil, accesible... en definitiva, con mayor protagonismo.
En ese lodo primigenio
apareció Pablo Iglesias, que debía de llevar tiempo meditando cómo participar
en política con éxito, por lo que en vez de sumarse anónimamente al torrente de
ciudadanos en pro de la participación en la política activa desde posiciones
novedosas, convocó en torno a sí a su pequeña corte personal para que le
ayudasen en su ascenso.
Así, partiendo de un
esquema político y filosófico muy bien definido, se coló discretamente en el
refrescante manantial recién brotado y trató de atraer hacia su causa a las
personas ya movilizadas, pero aún desorientadas sobre las vías para organizar
sus ideas en una gestión eficaz que llegase a las instituciones de gobierno; para
ello revistió su programa con las consignas más populares y resultonas del
momento, con lo que obtuvo un triunfo suficiente, si bien no pudo eludir las
discrepancias con quienes ya intuían sus motivaciones personales.
De esta forma, aun
controlando los mandos del nuevo partido, cada vez que hace un movimiento a
Pablo se le notan más las maneras del líder con tendencias totalitarias, muy
similares a otras (no solamente a las de la Venezuela chavista).
Primero aprovechó las
condiciones para crear una estructura acorde a sus objetivos que, no obstante,
pareciera surgir de la voluntad popular. Una vez creada, la dotó de órganos que
controlasen rígidamente tanto la evolución de la misma como la dirección de sus
decisiones, y sobre los cuáles él mismo ejerce un severo control. Y en el caso
de que surgieran voces discordantes, en lugar de recurrir a su supuesta
tolerancia, espíritu democrático, capacidad de escuchar... las declararía
disidentes y las condenaría al ostracismo o incluso las expulsaría.
Es por todo ello que se
niega en redondo a las coaliciones, a que su poder se disuelva en una ensalada
de siglas en la que una parte de las decisiones no las controlaría no ya él,
sino ni siquiera su organización.
Y en el peor de los
casos, si en algún momento le pareciese que la cosa se le podría ir de las
manos, haría un giro que le liberara de la llave y le pusiera en situación
dominante, para lo cual lo mismo le daría cambiar al equipo que cambiar las
reglas.
Si esas son las formas
que se le entrevén, y hasta se le ven, ya en su propia formación política, no
quiero ni pensar qué haría dirigiendo un país teniendo bajo su control todos
los poderes del Estado, incluyendo las fuerzas de seguridad.
Lo que todo esto
refleja es que lo que más le importa a Pablo Iglesias no es el pueblo, ni
siquiera la ideología; lo que más le importa es el poder. Alguien con vocación
de servicio público está dispuesto a ejercerlo en cualquier puesto que los
ciudadanos le confíen, pero hace unos meses Pablo no tuvo reparo en decir que eso
de estar cuatro años en la oposición no va con él.
No obstante, todo esto
no condena a la desaparición a toda la organización Podemos. Parece que dentro
de ella hay dos corrientes: la oficialista, defendida por la hermética cúpula y
sus más fieles seguidores, y la originaria, que nació del 15M y propone otro
modelo de partido. Si los partidarios de la última consiguen desprenderse de
los de la primera, deberían hacerlo votando, por más que les duela, a otras
fuerzas políticas. Así, aquellos de sus votantes que sean fieles a la izquierda
pueden volverse hacia IU; los que son más combativos y no les importa quién les
dirija pueden incluso apoyar a UPyD; y los indefinidos, bastará con que se
abstengan o voten en blanco. Si Pablo no tiene palabra, al menos se producirá
un terremoto en Podemos que debilite las columnas que le sostienen; y si la
tiene, y la cumple, un buen revés electoral le hará marcharse, seguido
seguramente de su panda de amiguetes.
Por otra parte,
coincido con los analistas políticos en que resulta incomprensible que en estos
tiempos de tensión socio-política y crisis económica, un partido centrista y
combativo como UPyD esté al borde de la extinción. Dentro del panorama político
actual la fragmentación del voto habría hecho posible que los de UPyD hubieran
sido un aliado natural para Ciudadanos, deseable para el PSOE, y adecuado hasta
para IU o Podemos, sumando fuerzas y proyecto con los primeros, y equilibrando
las tendencias innatas en los demás. En su lugar, el votante se ha olvidado de
ellos y les ha vuelto la espalda casi por completo; se ve que aquel no ha
entendido que la cuestión no es que gobierne su líder (una vez se libraron de
los personalismos de Rosa Díez), sino contar con la estructura del partido para
movilizar las iniciativas ciudadanas y para darles en el parlamento un mayor
peso. Ese es precisamente el papel que se habría esperado de Podemos, pero por
algún motivo, tanto la personalidad de Pablo Iglesias como la de Rosa Díez
parecen otorgarles un aura de megalomanía nada adecuada para una candidatura
popular.
Sería una lástima que
un partido como UPyD que se ha movido tanto y tan bien en la defensa efectiva
de la gente desapareciera del mapa político nacional; en un tiempo tan
necesitado de renovación política, dejar morir a semejante partido sería un
gravísimo error carente de enmienda posible. Creo que sus votantes harían mejor
en afiliarse al partido, hacer un llamamiento a los antiguos votantes para que
no dejen caer en el vacío ese proyecto, y además tratar de convencer a otros
para que lo voten e incluso para que se afilien: siendo una organización con
tan escasa plantilla, no resultaría difícil que otros demócratas combativos
alcanzaran la cúpula del partido e introdujeran nuevos aires en UPyD. Y si no
les gusta el nombre o las siglas, siempre podrán refundar el partido.
No se molesten en
buscar más alternativas. Ciudadanos se está mostrando cada vez más como una
versión light del PP, que no hace ascos a corruptos mientras no se le note
mucho. Y el vetusto PSOE se halla recubierto por el moho de la vieja
maquinaria, de entre la que infructuosamente tratan de surgir algunas cabezas
con aire de modernidad.
Y eso es todo. No hay
más alternativas: o Podemos, sin Pablo Iglesias; o Izquierda Unida (o bien
alguna de las fusiones entre ambos o de las confluencias que surgen como setas
en un terreno muy húmedo y umbrío); o Unión Progreso y Democracia para el voto
más de centro (en este caso da igual el matiz centro-derecha o
centro-izquierda). Finalmente, los votantes de derecha, si de verdad aman a su
país y quieren castigar la corrupción intrínseca a la estructura del Partido
Popular, no tienen mejor opción que la abstención o el voto en blanco. Y
créanme: el gobierno que salga de estas elecciones el 20D, ni va a quemar
iglesias ni a crucificar comunistas.
En cualquier caso el
gobierno que salga, salvo que traiga la añeja pestilencia del PP, la obsoleta
náusea del PSOE, el renovado ánimo pútrido de Ciudadanos o la violeta jeta del
coleta podemita, será un gobierno suficientemente sensato como para que
empiecen a sanar algunas de las heridas del país, incluida la catalana.
Sinelo
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