En los días en que la
tribu andaba revuelta, cuando las disensiones generalizadas daban paso a
irresolubles discusiones e incluso a reyertas, el jefe de la tribu se acercaba
al borde del acantilado, se acomodaba en el suelo, y meditaba contemplando las
águilas surcando el cielo, oyendo el canto del agua en su discurrir sobre las
rocas, el susurro del viento entre los árboles, y pensaba: "¿Qué nos
estamos haciendo?".
En estos días en que
todas las relaciones entre las facciones humanas parecen estar tensándose cada
vez más, recuerdo los tiempos en que yo, que me considero humanista, pacífico,
pacifista, feminista y, en general, tan abierto a la diversidad como mis viejas
costuras sociales me permiten, recuerdo que no siempre fui así, para nada.
De niño, de muy niño,
soñaba con ser astronauta, pero ese ideal estalló no sé cómo, cual burbuja de
jabón, sin dejar rastro. Más leve aún fue mi sueño con el fútbol, sobre todo
cuando el realismo de mi historial deportivo mostró cruelmente un único gol, y
en propia puerta. Pero en la época de "Curro Jiménez", "Starsky
& Hutch", "Los Ángeles de Charlie", "Los Hombres de
Harrelson", "Colombo" y tantas otras series de violencia, ya
desatada, ya contenida, lo que sí soñaba era con pertenecer a algún grupo
similar, o incluso con protagonizar alguna hazaña bélica o en el salvaje oeste.
Mi yo pacífico surgió
en mi adolescencia, cuando me di cuenta de que no deseaba terminar nunca una
pelea si era yo quien salía perdiendo, y que eso me avocaba al sinsentido y a
la injusticia. Mi pacifismo nació entonces como una consecuencia lógica de ese
razonamiento, extendiendo a los pueblos la justicia, nobleza y honestidad que
deseaba para las personas.
No obstante, aun sin
saberlo, todavía seguía siendo profundamente machista. Incluso después de años
de convivencia con mujeres a igual y distinto nivel, mi falta de visión se
prolongó durante el tiempo suficiente y con la intensidad necesaria para que
algunos rasgos de maltratador comenzaran a brotar en mi comportamiento.
Cuando alguna amiga
valiente y sincera, junto a mi familia, me echaron en cara mi conducta fue
cuando mis ojos se abrieron y empecé a ubicarme por fin dentro de la sociedad,
y esa reflexión me llevó, como al jefe de la tribu, a cuestionarme nuestro lugar
en el planeta y, por extensión, en el universo.
Así, ningún musulmán debería ofenderse si comento
que, a mi entender, Mahoma fue probablemente un hombre que comprendió la
maravilla del mensaje pacifista de aquel Jesús hebreo, que fue recogido con una
discutible fidelidad por los primeros evangelistas cristianos, pero cuyas
enseñanzas sufrieron modificaciones diversas por parte del yerno de Mahoma, Utman
(Othmán ibn Affan, tercer califa
ortodoxo del Islam, que estaba casado con la cristiana Naila). Como tampoco
debería ofenderse ningún cristiano ni ningún católico por mis afirmaciones si
además añado que la verdad sobre aquel hombre (Jesús) fue profundamente
tergiversada por el desconocimiento en el mejor de los casos, y por las más
retorcidas intenciones en el peor (tergiversación que alcanza sus mayores cotas
en el resto de los personajes de su vida, y muy especialmente, en el santoral).
Y de manera similar ningún hebreo, judío, o como se quieran hacer llamar,
podría molestarse al reconocer que el judaísmo desde el inicio fue una mera
recopilación de mitos y leyendas más antiguos pertenecientes a otros pueblos,
incluyendo el helenismo de la época de Jesús.
De los animales debería
distinguirnos nuestra capacidad para, pese a poner sobre todas las cosas las
libertades y los derechos individuales, ser capaces de ponernos de acuerdo en
que todos esos derechos y libertades sólo pueden alcanzarse si ponemos como el
primero de nuestros deberes individuales el bienestar ajeno y, por ende, el
bien común. Por eso creo que en un mundo globalizado, siendo en realidad
globales los problemas, y siendo además comunes los deseos básicos de todo
individuo, en estos tiempos en que todo parece tensarse mientras vemos cómo los
recursos del planeta se agotan y nuestra propia basura espacial puede llover
sobre nuestras cabezas (cumpliendo así el ancestral temor galo), deberíamos
imitar al jefe de la tribu y sentarnos juntos, todos los individuos, de
cualquier condición, de cualquier religión, para reflexionar, seria y profundamente,
quiénes somos realmente en el universo, y qué le estamos haciendo al planeta y,
por extensión, a nosotros mismos.
Sinelo
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